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venido a nuestras manos, y qué era lo que venía dentro. A lo cual el renegado, sin aguardar que Zoraida le respondiese, le respondió:
-No te canses, señor,
en preguntar a Zoraida tu hija tantas cosas, porque con una que yo te responda te satisfaré a todas, y así, quiero que sepas que ella es cristiana, y es la que ha sido la lima de nuestras cadenas y la libertad de nuestro cautiverio. Ella va aquí de su voluntad, tan contenta, a lo que yo imagino, de verse en este estado, como el que sale de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida y de la pena a la gloria.
-¿Es verdad lo que éste dice, hija? -dijo el moro. -Así es -respondió Zoraida.
-¿Que, en e
feto -replicó el viejo-, tú eres cristiana, y la que ha puesto a su padre en poder de sus enemigos?
A lo cual respondió Zoraida:
-La que es cristiana, yo soy; pero no la que te ha puesto en este punto; porque nunca mi deseo se extendió a dejarte ni a hacerte mal, sino a hacerme a mí bien.
-Y ¿qué bien es el que te has hecho, hija?
-Eso -respondió ella- pregúntaselo tú a Lela Marién; que ella te lo sabrá decir mejor que no yo.
Apenas hubo oído esto el moro, cuando, con una increíble presteza, se
arrojó de cabeza en la mar, donde sin ninguna duda se ahogara, si el vestido largo y embarazoso que traía no le entretuviera un poco sobre el agua. Dio voces Zoraida que le sacasen, y así, acudimos luego todos, y, asiéndole de la almalafa, le sacamos medio ahogado y sin sentido; de que recibió tanta pena Zoraida, que, como si fuera ya muerto hacía sobre él un tierno y doloroso llanto. Volvimosle boca abajo; volvió mucha agua; tomó en si al cabo de dos horas, en las cuales, habiéndose trocado el v
iento, nos convino volver hacia tierra, y hacer fuerza de remos, por no embestir en ella; mas quiso nuestra buena suerte que llegamos a una caía que se hace al lado de un pequeño promontorio o cabo que de los moros es llamado el de la Caba Rumía, que en nuestra lengua quiere decir la mala mujer cristiana; y es tradición entre los moros que en aquel lugar está enterrada la Cava, por quien se perdió España. porque cava en su lengua quiere decir mujer mala, y rumía, cristiana; y aun tienen por mal agü
ero llegar allí a dar fondo cuando la necesidad les fuerza a ello, porque nunca le dan sin ella; puesto que para nosotros no fue abrigo de mala mujer, sino puerto seguro de nuestro remedio, según andaba alterada la mar. Pusimos nuestras centinelas en tierra, y no dejamos jamás los remos de la mano; comimos de lo que el renegado había proveído, y rogamos a Dios y a Nuestra Señora, de todo nuestro corazón, que nos ayudase y favoreciese para que felicemente diésemos fin a tan dichoso principio. Diose o
rden, a suplicación de Zoraida, como echásemos en tierra a su padre y a todos los demás moros que allí atados venían, porque no le bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir sus blandas entrañas, ver delante de sus ojos atado a su padre y a aquellos de su tierra presos. Prometímosle de hacerlo así al tiempo de la partida, pues no corría peligro el dejallos en aquel lugar, que era despoblado. No fueron tan vanas nuestras oraciones, que no fuesen oídas del cielo; que, en nuestro favor, luego volvió el
viento tranquilo el mar, convidándonos a que tornásemos alegres a proseguir nuestro comenzado viaje. Viendo esto, desatamos a los moros, y uno a uno los
pusimos en tierra, de lo que ellos se quedaron admirados; pero llegando a desembarcar al padre de Zoraida, que ya estaba en todo su acuerdo, dijo:
-¿Por qué pensáis, cristianos, que esta mala hembra huelga de que me deis libertad? ¿Pensáis que es por piedad que de mi tiene? No, por cierto, sino que lo hace por el estorbo que le dará mi presencia cuan
do quiera poner en ejecución sus malos deseos; ni penséis que la ha movido a mudar religión entender ella que la vuestra a la nuestra se aventaja, sino el saber que en vuestra tierra se usa la deshonestidad más libremente que en la nuestra.
Y volviéndose a Zoraida, teniéndole yo y otro cristiano de entrambos brazos asido, porque algún desatino no hiciese, le dijo:
-¡Oh infame moza y mal aconsejada muchacha! ¿Adónde vas, ciega y desatinada, en poder destos perros, naturales enemigos nuestros? ¡Maldit
a sea la hora en que yo te engendré, y malditos sean los regalos y deleites en que te he criado!
Pero viendo yo que llevaba término de no acabar tan presto, di priesa a ponelle en tierra, y desde allí, a voces, prosiguió en sus maldiciones y lamentos, rogando a Mahoma rogase a Alá que nos destruyese, confundiese y acabase; y cuando, por habernos hecho a la vela, no podimos oír sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las barbas, mesarse los cabellos y arrastrarse por el suelo; mas una vez es
forzó la voz de tal manera, que podimos entender que decía:
-Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que todo te lo perdono; entrega a esos hombres ese dinero, que ya es suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo, que en esta desierta arena dejará la vida, si tú le dejas.
Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sentía y lloraba, y no supo decirle ni respondelle palabra, sino:
-¡Plega a Alá, padre mío, que Lela Marién, que ha sido la causa de que yo sea cristiana, ella te consuele en tu triste
za! Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa de la que he hecho, y que estos cristianos no deben nada a mi voluntad, pues aunque quisiera no venir con ellos y quedarme en mi casa, me fuera imposible, según la priesa que me daba mi alma a poner por obra ésta que a mi me parece tan buena como tú, padre amado, la juzgas por mala.
Esto dijo, a tiempo que ni su padre la oía ni nosotros ya le veíamos; y así, consolando yo a Zoraida, atendimos todos a nuestro viaje, el cual nos le facilitaba el propio vien
to, de tal manera, que bien tuvimos por cierto de vernos otro día al amanecer en las riberas de España. Mas como pocas veces, o nunca, viene el bien puro y sencillo sin ser acompañado o seguido de algún mal que le turbe o sobresalte, quiso nuestra ventura, o quizá las maldiciones que el moro a su hija había echado, que siempre se han de temer de cualquier padre que sean, quiso, digo, que estando ya engolfados y siendo ya casi pasadas tres horas de la noche, yendo con la vela tendida de alto abajo, fre
nillados los remos, porque el próspero viento nos quitaba del trabajo de haberlos menester, con la luz de la luna, que claramente resplandecía, vimos cerca de nosotros un bajel redondo, que, con todas las velas tendidas, llevando un poco a orza el timón, delante de nosotros atravesaba; y esto, tan cerca, que nos fue forzoso amainar por no embestirle, y ellos, asimesmo, hicieron fuerza de timón para darnos lugar que pasásemos. Habíanse puesto a bordo del bajel a preguntamos quién éramos, y adonde nav
egábamos, y de dónde veníamos; pero por preguntarnos esto en lengua francesa, dijo nuestro renegado:
-Ninguno responda; porque éstos, sin duda, son cosarios franceses, que hacen a toda ropa.
Por este advertimiento, ninguno respondió palabra; y habiendo pasado un poco delante, que ya el bajel quedaba a sotavento, de improviso soltaron dos piezas de artillería, y, a lo que parecía, ambas venían con cadenas, porque con una cortaron nuestro árbol por medio, y dieron con él y con la vela en la mar; y a
l momento disparando otra pieza, vino a dar la bala en mitad de nuestra barca, de modo, que la abrió toda, sin hacer otro mal alguno; pero como nosotros nos vimos ir a fondo, comenzamos todos a grandes voces a pedir socorro, y a rogar a los del bajel que nos acogiesen, porque nos anegábamos. Amainaron entonces, y echando el esquife o barca a la mar, entraron en él hasta doce franceses bien armados, con sus arcabuces y cuerdas encendidas, y así llegaron junto al nuestro; y viendo cuán pocos éramos, y c
ómo el bajel se hundía, nos recogieron, diciendo que por haber usado de la descortesía de no respondelles, nos había sucedido aquello. Nuestro renegado tomó el cofre de las riquezas de Zoraida, y dio con él en la mar, sin que ninguno echase de ver en lo que hacía. En resolución, todos pasamos con los franceses, los cuales, después de haberse informado de todo aquello que de nosotros saber quisieron, como si fueran nuestros capitales enemigos, nos despojaron de todo cuanto teníamos, y a Zoraida le
quitaron hasta los carcajes que traía en los pies; pero no me daba a mí tanta pesadumbre la que a Zoraida daban como me la daba el temor que tenía de que habían de pasar del quitar de las riquísimas y preciosísimas joyas al quitar de la joya que más valía y ella más estimaba. Pero los deseos de aquella gente no se extienden a más que al dinero, y desto jamás se vee haría su codicia; lo cual entonces llegó a tanto, que aun hasta los vestidos de cautivos nos quitaran si de algún provecho les fue
ran; y hubo parecer entre ellos de que a todos nos arrojasen a la mar envueltos en una vela, porque tenían intención de tratar en algunos puertos de España con nombre de que eran bretones, y si nos llevaban vivos serían castigados siendo descubierto su hurto; mas el capitán, que era el que había despojado a mi querida Zoraida, dijo que él se contentaba con la presa que tenía, y que no quería tocar en ningún puerto de España, sino pasar el estrecho de Gibraltar de noche, o como pudiese, y irse a l
a Rochela, de donde había salido; y así, tomaron por acuerdo de darnos el esquife de su navío, y todo lo necesario para la corta navegación que nos quedaba, como lo hicieron otro día, ya a vista de tierra de España; con la cual vista todas nuestras pesadumbres y pobrezas se nos olvidaron de todo punto, como si no hubieran pasado por nosotros: tanto es el gusto de alcanzar la libertad perdida.
Cerca de medio día podría ser cuando nos echaron en la barca, dándonos dos barriles de agua y algún bizcoc
ho; y el capitán, movido no sé de qué misericordia, al embarcarse la hermosísima Zoraida, le dio hasta cuarenta escudos de oro, y no consintió que le quitasen sus soldados estos mesmos vestidos que ahora tiene puestos. Entramos en el bajel; dimosles las gracias por el bien que nos hacían, mostrándonos más agradecidos que quejosos; ellos se hicieron a lo largo, siguiendo la derrota del estrecho; nosotros, sin mirar a otro norte que a la tierra que se nos mostraba delante, nos dimos tanta priesa a bog
ar, que al poner del sol estábamos tan cerca, que bien pudiéramos, a nuestro parecer, llegar antes que fuera muy noche; pero, por no parecer en aquella noche la luna y el cielo mostrarse escuro, y por ignorar el paraje en que estábamos, no nos pareció cosa segura embestir en tierra, como a muchos de nosotros les parecía, diciendo que diésemos en ella, aunque fuese en unas peñas y lejos de poblado, porque así aseguraríamos el temor que de razón se debía tener que por allí anduviesen bajeles de co
sarios de Tetuán, los cuales anochecen en Berbería y amanecen en las costas de España, y hacen, de ordinario, presa, y se vuelven a dormir a sus casas; pero de los contrarios pareceres el que se tomó fue que nos llegásemos poco a poco, y que si el sosiego del mar lo concediese, desembarcásemos donde pudiésemos. Hízose así, y poco antes de la media noche sería cuando llegamos al pie de una disformísima y alta
montaña, no tan junto al mar, que no concediese un poco de espacio para poder desembarca
r cómodamente. Embestimos en la arena, salimos a tierra, besamos el suelo, y con lágrimas de muy alegrísimo contento dimos todos gracias a Dios Señor Nuestro, por el bien tan incomparable que nos había hecho. Sacamos de la barca los bastimentos que tenía, tirámosla en tierra, y subímonos un grandísimo trecho en la montaña, porque aún allí estábamos, y aún no podíamos asegurar el pecho, ni acabábamos de creer que era tierra de cristianos la que ya nos sostenía.
Amaneció más tarde, a mi par
ecer, de lo que quisiéramos. Acabamos de subir toda la montaña, por ver si desde allí algún poblado se descubría, o algunas cabañas de pastores; pero aunque más tendimos la vista, ni poblado, ni persona, ni senda, ni camino descubrimos. Con todo esto, determinamos de entrarnos la tierra adentro, pues no podría ser menos sino que presto descubriésemos quién nos diese noticia della. Pero lo que a mí más me fatigaba era el ver ir a pie a Zoraida por aquellas asperezas, que, puesto que alguna vez la
puse sobre mis hombros, más le cansaba a ella mi cansancio que la reposaba su reposo; y así, nunca más quiso que yo aquel trabajo tomase; y con mucha paciencia y muestras de alegría, llevándola yo siempre de la mano, poco menos de un cuarto de legua debíamos de haber andado, cuando llegó a nuestros oídos el son de una pequeña esquila, señal clara que por allí cerca había ganado; y mirando todos con atención si alguno se parecía, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo, que con grande rep
oso y descuido estaba labrando un palo con un cuchillo. Dimos voces, y él, alzando la cabeza, se puso ligeramente en pie, y a lo que después supimos, los primeros que a la vista se le ofrecieron fueron el renegado y Zoraida, y como él los vio en hábito de moros, pensó que todos los de la Berbería estaban sobre él; y metiéndose con extraña ligereza por el bosque adelante, comenzó a dar los mayores gritos del mundo, diciendo:
-¡Moros, moros hay en la tierra! ¡ Moros, moros! ¡Arma, arma!
Con estas vo
ces quedamos todos confusos, y no sabíamos qué hacernos; pero considerando que las voces del pastor habían de alborotar la tierra, y que la caballería de la costa había de venir luego a ver lo que era, acordamos que el renegado se desnudase las ropas de turco y se vistiese un gilecuelco o casaca de cautivo que uno de nosotros le dio luego, aunque se quedó en camisa; y así, encomendándonos a Dios, fuimos por el mismo camino que vimos que el pastor llevaba, esperando siempre cuándo había de dar sobr
e nosotros la caballería de la costa. Y nos engañó nuestro pensamiento; porque aún no habrían pasado dos horas, cuando habiendo ya salido de aquellas malezas a un llano, descubrimos hasta cincuenta caballeros, que con gran ligereza, corriendo a media rienda, a nosotros se venían, y así como los vimos, nos estuvimos quedos aguardándolos; pero como ellos llegaron, y vieron, en lugar de los moros que buscaban, tanto pobre cristiano, quedaron confusos, y uno dellos nos preguntó si éramos nosotros acas
o la ocasión por que un pastor había apellidado al arma. «-Si», dije yo; y queriendo comenzar a decirle mi suceso, y de dónde veníamos, y quién éramos, uno de los cristianos que con nosotros venían conoció al jinete que nos había hecho la pregunta, y dijo, sin dejarme a mi decir más palabra:
-¡Gracias sean dadas a Dios, señores, que a tan buena parte nos ha conducido! Porque si yo no me engaño, la tierra que pisamos es la de Vélez Málaga; si ya los años de mi cautiverio no me han quitado de l
a memoria el acordarme que vos, señor, que nos preguntáis quién somos, sois Pedro de Bustamante, tío mío.
Apenas hubo dicho esto el cristiano cautivo, cuando el jinete se arrojó del caballo y vino a abrazar al mozo, diciéndole:
-Sobrino de mi alma y de mi vida, ya te conozco, y ya te he llorado por muerto yo, y mi hermana, tu madre, y todos los tuyos, que aún viven, y Dios ha sido servido de darles vida para que gocen el placer de verte: ya sabíamos que estabas en Argel, y por las señales y muestr
as de tus vestidos, y la de todos los desta compañía, comprehendo que habéis tenido milagrosa libertad.
-Así es -respondió el mozo-, y tiempo nos quedará para contároslo todo.
Luego que los jinetes entendieron que éramos cristianos cautivos se apearon de sus caballos, y cada uno nos convidaba con el suyo para llevamos a la ciudad de Vélez Málaga, que legua y media de allí estaba. Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la ciudad, diciéndoles dónde la habíamos dejado; otros nos subieron a
las ancas, y Zoraida fue en las del caballo del tío del cristiano. Saliónos a recebir todo el pueblo; que ya de alguno que se había adelantado sabían la nueva de nuestra venida. No se admiraban de ver cautivos libres, ni moros cautivos, porque toda la gente de aquella costa está hecha a ver a los unos y a los otros; pero admirábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante y sazón estaba en su punto, ansí con el cansancio del camino, como con la alegría de verse ya en tierra de cristia
nos, sin sobresalto de perderse; y esto le había sacado al rostro tales colores, que si no es que la afición entonces me engañaba, osaré decir que más hermosa criatura no había en el mundo; a lo menos, que yo la hubiese visto.
Fuimos derechos a la iglesia a dar gracias a Dios por la merced recebida; y así como en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se parecían a los de Lela Marién. Dijimosle que eran imágenes suyas, y como mejor se pudo le dio el renegado a entender lo que signi
ficaban, para que ella las adorase como si verdaderamente fueran cada una dellas la misma. Lela Marién que la había hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y un natural fácil y claro, entendió luego cuanto acerca de las imágenes se le dijo. Desde allí nos llevaron y repartieron a todos en diferentes casas del pueblo; pero al renegado, Zoraida y a mi nos llevó el cristiano que vino con nosotros, y en casa de sus padres, que medianamente eran acomodados de los bienes de fortuna, nos regalaron con t
anto amor como a su mismo hijo.
Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los cuales, el renegado, hecha su información de cuanto le convenía, se fue a la ciudad de Granada a reducirse por medio de la Santa Inquisición al gremio santísimo de la Iglesia; los demás cristianos libertados se fueron cada uno donde mejor le pareció; solos quedamos Zoraida y yo, con solos los escudos que la cortesía del francés le dio a Zoraida, de los cuales compré este animal en que ella viene, y, sirviéndola yo hasta
agora de padre y escudero, y no de esposo, vamos con intención de ver si mi padre es vivo, o si alguno de mis hermanos ha tenido más próspera ventura que la mía; puesto que por haberme hecho el cielo compañero de Zoraida, me parece que ninguna otra suerte me pudiera venir, por buena que fuera, que más la estimara. La paciencia con que Zoraida lleva las incomodidades que la pobreza trae consigo y el deseo que muestra tener de verse ya cristiana es tanto y tal, que me admira, y me mueve a servirla todo
el tiempo de mi vida; puesto que el gusto que tengo de yerme suyo y de que ella sea mía me le turba y deshace no saber si hallaré en mi tierra algún rincón donde recogella, y si habrán hecho el tiempo y la muerte tal mudanza en la hacienda y vida de mi padre y hermanos, que apenas halle quien me conozca, si ellos faltan.
No tengo más, señores, que deciros de mi historia; la cual si es agradable y peregrina júzguenlo vuestros buenos entendimientos; que de mi sé decir que quisiera habérosla contado
más brevemente, puesto que el temor de enfadaros más de cuatro circunstancias me ha quitado de la lengua.
Capítulo 42: Que trata de lo que más sucedió en la venta y de otras muchas cosas dignas de saberse
Calló en diciendo esto el cautivo, a quien don Fernando dijo:
-Por cierto, señor capitán, el modo con que habéis contado este extraño suceso ha sido tal, que iguala a la novedad y extrañeza del mesmo caso. Todo es peregrino, y raro, y llenó de accidentes que maravillan y suspenden a quien los
oye; y es de tal manera el gusto que hemos recebido en escuchalle, que aunque nos hallara el día de mañana entretenidos en el mesmo cuento, holgáramos que de nuevo se comenzara.
Y en diciendo esto, Cardenio y todos los demás se le ofrecieron con todo lo a ellos posible para servirle, con palabras y razones tan amorosas y tan verdaderas, que el capitán se tuvo por bien satisfecho de sus voluntades. Especialmente, le ofreció don Fernando que si quería volverse con él, que él haría que el marqués su
hermano fuese padrino del bautismo de Zoraida, y que él, por su parte, le acomodaría de manera, que pudiese entrar en su tierra con el autoridad y cómodo que a su persona se debía. Todo lo agradeció cortesísimamente el cautivo, pero no quiso acetar ninguno de sus liberales ofrecimientos.
En esto, llegaba ya la noche, y al cerrar della, llegó a la venta un coche, con algunos hombres de a caballo. Pidieron posada; a quien la ventera respondió que no había en toda la venta un palmo desocupado.
-Pues
aunque eso sea -dijo uno de los de a caballo que habían entrado-, no ha de faltar para el señor oidor que aquí viene.
A este nombre se turbó la huéspeda, y dijo:
-Señor, lo que en ello hay es que no tengo camas; si es que su merced del señor oidor la trae, que sí debe de traer, entre en buen hora; que yo y mi marido nos saldremos de nuestro aposento, por acomodar a su merced.
-Sea en buen hora -dijo el escudero.
Pero a este tiempo ya había salido del coche un hombre, que en el traje mostró luego e
l oficio y cargo que tenía, porque la ropa luenga, con las mangas arrocadas, que vestía, mostraron ser oidor, como su criado había dicho. Traía de la mano a una doncella, al parecer de hasta diez y seis años, vestida de camino, tan bizarra, tan hermosa y tan gallarda, que a todos puso en admiración su vista; de suerte, que a no haber visto a Dorotea, y a Luscinda y Zoraida, que en la venta estaban, creyeran que otra tal hermosura como la desta doncella difícilmente pudiera hallarse. Hallóse don Quij
ote al entrar del oidor y de la doncella, y así como le vio, dijo:
-Seguramente puede vuestra merced entrar y espaciarse en este castillo; que aunque es estrecho y mal acomodado, no hay estrecheza ni incomodidad en el mundo que no dé lugar a las armas y a las letras, y más si las armas y letras traen por guía y adalid a la fermosura, como la traen las letras de vuestra merced en esta fermosa doncella, a quien deben no sólo abrirse y manifestarse los castillos, sino apartarse los riscos, y dividirse y a
bajarse las montañas, para dalle acogida. Entre vuestra merced, digo, en este paraíso, que aquí hallará estrellas y soles que acompañen el cielo que vuestra merced trae consigo; aquí hallará las armas en su punto y la hermosura en su extremo.
Admirado quedó el oidor del razonamiento de don Quijote, a quien se puso a mirar muy de propósito, y no menos le admiraba su talle que sus palabras; y sin hallar ningunas con que respondelle, se tomó a admirar de nuevo cuando vio delante de si a Luscinda, a D
orotea y a Zoraida, que a las nuevas de los nuevos huéspedes y a las que la ventera les había dado de la hermosura de la doncella habían venido a verla y a recebirla; pero don Fernando, Cardenio y el cura le hicieron más llanos y más cortesanos ofrecimientos. En efecto, el señor oidor entró confuso, así de lo que veía como de lo que escuchaba, y las hermosas de la venta dieron la bienllegada a la hermosa doncella. En resolución, bien echó de ver el oidor que era gente principal toda la que allí
estaba; pero el talle, visaje y la apostura de don Quijote le desatinaba; y habiendo pasado entre todos corteses ofrecimientos, y tanteado la comodidad de la venta, se ordenó lo que antes estaba ordenado: que todas las mujeres se entrasen en el camaranchón ya referido, y que los hombres se quedasen fuera, como en su guarda. Y así, fue contento el oidor que su hija, que era la doncella, se fuese con aquellas señoras, lo que hizo de muy buena gana; y con parte de la estrecha cama del ventero, y con la mit
ad de la que el oidor traía, se acomodaron aquella noche, mejor de lo que pensaban.
El cautivo, que desde el punto que vio al oidor, le dio saltos el corazón y barruntos de que aquél era su hermano, preguntó a uno de los criados que con él venían que cómo se llamaba y si sabía de qué tierra era. El criado le respondió que se llamaba el licenciado Juan Pérez de Viedma, y que había oído decir que era de un lugar de las montañas de León. Con esta relación y con lo que él había visto se acabó
de confirmar de que aquél era su hermano, que había seguido las letras, por consejo de su padre; y alborotado y contento, llamando aparte a don Fernando, a Cardenio
y al cura, les contó lo que pasaba, certificándoles que aquel oidor era su hermano. Habíale dicho también el criado cómo iba proveído por oidor a las Indias, en la Audiencia de México; supo también cómo aquella doncella era su hija, de cuyo parto había muerto su madre, y que él había quedado muy rico con el dote que con la hija se
le quedó en casa. Pidióles consejo qué modo tendría para descubrirse, o para conocer primero si, después de descubierto, su hermano, por verle pobre, se afrentaba, o le recebía con buenas entrañas.
-Déjeseme a mi el hacer esa experiencia -dijo el cura-; cuanto más que no hay pensar sino que vos, señor capitán, seréis muy bien recebido; porque el valor y prudencia que en su buen parecer descubre vuestro hermano no da indicios de ser arrogante ni desconocido, ni que no ha de saber poner los casos
de la fortuna en su punto.
-Con todo eso -dijo el capitán-, yo querría, no de improviso, sino por rodeos, dármele a conocer.
-Ya os digo -respondió el cura- que yo lo trazaré de modo, que todos quedemos satisfechos.