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ida se había de ir al jardín nos dio otros mil escudos y nos avisó de su partida, rogándome que si me rescatase, supiese luego el jardín de su padre, y que en todo caso buscase ocasión de ir allá y verla. Respondíle en breves palabras que así lo haría, y que tuviese cuidado de encomendarnos a Lela Marién con todas aquellas oraciones que la cautiva le había enseñado. Hecho esto, dieron orden en que los tres compañeros nuestros se rescatasen, por facilitar la salida del baño, y porque viéndome
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a mí rescatado, y a ellos no, pues había dinero, no se alborotasen y les persuadiese el diablo que hiciesen alguna cosa en perjuicio de Zoraida; que puesto que el ser ellos quien eran me podía asegurar deste temor, con todo eso, no quise poner el negocio en aventura, y así, los hice rescatar por la misma orden que yo me rescaté, entregando todo el dinero al mercader, para que con certeza y seguridad pudiese hacer la fianza; al cual nunca descubrimos nuestro trato y secreto, por el peligro que había.
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Capítulo 41: Donde todavía prosigue el cautivo su suceso
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No se pasaron quince días, cuando ya nuestro renegado tenía comprada una muy buena barca, capaz de más de treinta personas; y para asegurar su hecho y dalle color, quiso hacer, como hizo, un viaje a un lugar que se llamaba Sargel, que está treinta leguas de Argel hacia la parte de Orán, en el cual hay mucha contratación de higos pasos. Dos o tres veces hizo este viaje, en compañía del tagarino que había dicho. Tagarinos llaman en Berbería
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a los moros de Aragón, y a los de Granada, mudéjares, y en el reino de Fez llaman a los mudéjares elches, los cuales son la gente de quien aquel rey más se sirve en la guerra. Digo, pues, que cada vez que pasaba con su barca daba fondo en una caleta que estaba no dos tiros de ballesta del jardín donde Zoraida esperaba; y allí, muy de propósito, se ponía el renegado con los morillos que bogaban el remo, o ya a hacer la zalá, o a como por ensayarse de burlas a lo que pensaba hacer de veras; y así, s
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e iba al jardín de Zoraida, y le pedía fruta, y su padre se la daba sin conocelle; y, aunque él quisiera hablar a Zoraida, como él después me dijo, y decille que él era el que por orden mía la había de llevar a tierra de cristianos, que estuviese contenta y segura, nunca le fue posible, porque las moras no se dejan ver de ningún moro ni turco, si no es que su marido o su padre se lo manden. De cristianos cautivos se dejan tratar y comunicar, aún más de aquello que sería razonable; y a mi me hubi
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era pesado que él la hubiera hablado, que quizá la alborotara, viendo que su negocio andaba en boca de renegados. Pero Dios, que lo ordenaba de otra manera, no dio lugar al buen deseo que nuestro renegado tenía; el cual, viendo cuán seguramente iba y venia a Sargel, y que daba fondo cuando, y como, y adonde quería, y que el tagarino su compañero no tenía más voluntad de lo que la suya ordenaba, y que yo estaba ya rescatado, y que sólo faltaba buscar algunos cristianos que bogasen el remo, me dijo q
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ue mirase yo cuáles quería traer conmigo, fuera de los rescatados,
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y que los tuviese hablados para el primer viernes, donde tenía determinado que fuese nuestra partida. Viendo esto, hablé a doce españoles, todos valientes hombres del remo, y de aquellos que más libremente podían salir de la ciudad; y no fue poco hallar tantos en aquella coyuntura, porque estaban veinte bajeles en corso, y se habían llevado toda la gente del remo, y éstos no se hallaran, si no fuera que su amo se quedó aquel verano
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sin ir en corso, a acabar una galeota que tenía en astillero; a los cuales no les dije otra cosa sino que el primer viernes en la tarde se saliesen uno a uno, disimuladamente, y se fuesen la vuelta del jardín de Agi Morato, y que allí me aguardasen hasta que yo fuese.
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A cada uno di este aviso de por sí, con orden que aunque allí viesen a otros cristianos, no les dijesen sino que yo les había mandado esperar en aquel lugar. Hecha esta diligencia, me faltaba hacer otra, que era la que más me convenía
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, y era la de avisar a Zoraida en el punto que estaban los negocios, para que estuviese apercebida y sobre aviso, que no se sobresaltase si de improviso la asaltásemos antes del tiempo que ella podía imaginar que la barca de cristianos podía volver. Y así determiné de ir al jardín y ver si podría hablarla; y, con ocasión de coger algunas yerbas, un día, antes de mi partida, fui allá, y la primera persona con quien encontré fue con su padre, el cual me dijo en lengua que en toda la Berbería, y au
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n en Constantinopla, se halla entre cautivos y moros, que ni es morisca, ni castellana, ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas, con la cual todos nos entendemos; digo, pues, que en esta manera de lenguaje me preguntó en qué buscaba en aquel su jardín, y de quién era.
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Respondile que era esclavo de Arnaúte Mamí (y esto, porque sabía yo por muy cierto que era un grandísimo amigo suyo), y que buscaba de todas yerbas, para hacer ensalada.
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Preguntóme, por el consiguiente, si era
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hombre de rescate o no, y que cuánto pedía mi amo por mí.
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Estando en todas estas preguntas y respuestas, salió de la casa del jardín la bella Zoraida, la cual ya había mucho que me había visto; y como las moras en ninguna manera hacen melindre de mostrarse a los cristianos, ni tampoco se esquivan, como ya he dicho, no se le dio nada de venir adonde su padre conmigo estaba; antes, luego cuando su padre vio que venía, y de espacio, la llamó y mandó que llegase.
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Demasiada cosa seria decir yo agora la
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mucha hermosura, la gentileza, el gallardo y rico adorno con que mi querida Zoraida se mostró a mis ojos; sólo diré que más perlas pendían de su hermosísimo cuello, orejas y cabellos que cabellos tenía en la cabeza. En las gargantas de los sus pies, que descubiertas, a su usanza, traía, traía dos carcajes (que así se llamaban las manillas o ajorcas de los pies en morisco) de purísimo oro, con tantos diamantes engastados, que ella me dijo después que su padre los estimaba en diez mil doblas, y l
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as que traía en las muñecas de las manos valían otro tanto. Las perlas eran en gran cantidad y muy buenas, porque la mayor gala y bizarría de las moras es adornarse de ricas perlas y aljófar, y así hay más perlas y aljófar entre moros que entre todas las demás naciones; y el padre de Zoraida tenía fama de tener muchas y de las mejores que en Argel había, y de tener asimismo más de docientos mil escudos españoles, de todo lo cual era señora ésta que ahora lo es mía. Si con todo este adorno po
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día venir entonces hermosa, o no, por las reliquias que le han quedado en tantos trabajos se podrá conjeturar cuál debía de ser en las prosperidades. Porque ya se sabe que la hermosura de algunas mujeres tiene días y sazones, y requiere accidentes para disminuirse o acrecentarse; y es natural cosa que las pasiones del ánimo la levanten o abajen, puesto que las más veces la destruyen.
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Digo, en fin, que entonces llegó en todo extremo aderezada y en todo extremo hermosa, o, a lo menos, a mi me pareció
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serlo la más que hasta entonces había visto; y con esto, viendo las obligaciones en que me había puesto, me parecía que tenía delante de mi una deidad del cielo, venida a la tierra para mi gusto y para mi remedio. Así como ella llegó, le dijo su padre en su lengua cómo yo era cautivo de su amigo Arnaúte Mamí, y que venia a buscar ensalada. Ella tomó la mano, y en aquella mezcla de lenguas que tengo dicho me preguntó si era caballero, y qué era la causa que no me rescataba. Yo le respondí que
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ya estaba rescatado, y que en el precio podía echar de ver en lo que mi amo me estimaba, pues había dado por mi mil y quinientos zoltanís. A lo cual ella respondió:
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-En verdad que si tú fueras de mi padre, que yo hiciera que no te diera él por otros dos tantos; porque vosotros, cristianos, siempre mentís en cuanto decís, y os hacéis pobres por engañar a los moros.
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-Bien podría ser eso, señora -le respondí-; mas en verdad que yo la he tratado con mi amo, y la trato y la trataré con cuantas pers
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onas hay en el mundo.
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-Y ¿cuándo te vas? -dijo Zoraida.
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-Mañana creo yo -dije-, porque está aquí un bajel de Francia que se hace mañana a la vela, y pienso irme en él.
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-¿No es mejor -replicó Zoraida- esperar a que vengan bajeles de España, y irte con ellos, que no con los de Francia, que no son vuestros amigos?
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-No -respondí yo-; aunque si como hay nuevas que viene ya un bajel de España es verdad, todavía yo le aguardaré, puesto que es más cierto el partirme mañana; porque el deseo que tengo d
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e yerme en mi tierra y con las personas que bien quiero es tanto, que no me dejará esperar otra comodidad, si se tarda, por mejor que sea.
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-Debes de ser, sin duda, casado en tu tierra –dijo Zoraida-, y por eso deseas ir a verte con tu mujer.
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-No soy -respondí yo- casado; mas tengo dada la palabra de casarme en llegando allá.
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-Y ¿es hermosa la dama a quien se la diste? -dijo Zoraida.
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-Tan hermosa es -respondí yo-, que para encarecella y decirte la verdad, te parece a ti mucho.
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Desto se riyó muy de veras
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su padre, y dijo:
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-Gualá, cristiano, que debe de ser muy hermosa si se parece a mi hija, que es la más hermosa de todo este reino. Si no, mírala bien, y verás cómo te digo verdad.
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Servíanos de intérprete a las más destas palabras y razones el padre de Zoraida, como más ladino; que aunque ella hablaba la bastarda lengua que, como he dicho, allí se usa, más declaraba su intención por señas que por palabras. Estando en estas y otras muchas razones, llegó un moro corriendo, y dijo a grandes voces
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que por las bardas o paredes del jardín habían saltado cuatro turcos, y andaban cogiendo la fruta, aunque no estaba madura. Sobresaltóse el viejo, y lo mesmo hizo Zoraida; porque es común y casi natural el miedo que los moros a los turcos
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tienen, especialmente a los soldados, los cuales son tan insolentes y tienen tanto imperio sobre los moros que a ellos están sujetos, que los tratan peor que si fuesen esclavos suyos. Digo, pues, que dijo su padre a Zoraida:
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-Hija, retírate a la casa y enciérrate,
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en tanto que yo voy a hablar a estos canes; y tú, cristiano, busca tus yerbas, y vete en buen hora, y llévete Alá con bien a tu tierra.
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Yo me incliné, y él se fue a buscar los turcos, dejándome solo con Zoraida, que comenzó a dar muestras de irse donde su padre la había mandado; pero apenas él se encubrió con los árboles del jardín, cuando ella, volviéndose a mí, llenos los ojos de lágrimas, me dijo:
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-¿Tamejí, cristiano, tamejí? -Que quiere decir: «¿Vaste, cristiano, vaste?» Yo la respondí
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-Señora, sí; pero no, en ninguna manera, sin ti: el primero jumá me aguarda, y no te sobresaltes cuando nos veas; que sin duda alguna iremos a tierra de cristianos.
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Yo le dije esto de manera que ella me entendió muy bien a todas las razones que entrambos pasamos; y echándome un brazo al cuello, con desmayados pasos comenzó a caminar hacia la casa; y quiso la suerte, que pudiera ser muy mala si el cielo no lo ordenara de otra manera, que yendo los dos de la manera y postura que os he contado, con un
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brazo al cuello, su padre, que ya volvía de hacer ir a los turcos, nos vio de la suerte y manera que íbamos, y nosotros vimos que él nos había visto; pero Zoraida, advertida y discreta, no quiso quitar el brazo de mi cuello; antes se llegó más a mí y puso su cabeza sobre mi pecho, doblando un poco las rodillas, dando claras señales y muestras que se desmayaba, y yo, ansimismo, di a entender que la sostenía contra mi voluntad. Su padre llegó corriendo adonde estábamos y viendo a su hija de aquella
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manera, le preguntó que qué tenía, pero como ella no le respondiese, dijo su padre:
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-Sin duda alguna que con el sobresalto de la entrada de estos canes se ha desmayado.
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Y quitándola del mío, la arrimó a su pecho, y ella, dando un suspiro y, aún no enjutos los ojos de lágrimas, volvió a decir:
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-Amejí, cristiano, amejí. «Vete, cristiano, vete.» A lo que su padre respondió:
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-No importa, hija, que el cristiano se vaya; que ningún mal te ha hecho, y los turcos ya son idos. No te sobresalte cosa alg
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una, pues ninguna hay que pueda darte pesadumbre; pues, como ya te he dicho, los turcos, a mi mego, se volvieron por donde entraron.
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-Ellos, señor, la sobresaltaron, como has dicho -dije yo a su padre-; mas pues ella dice que yo me vaya, no la quiero dar pesadumbre: quédate en paz, y, con tu licencia, volveré, si fuere menester, por yerbas a este jardín; que, según dice mi amo, en
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ninguno las hay mejores para ensalada que en él.
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-Todas las que quisieres podrás volver -respondió Agi Morato-; que mi h
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ija no dice esto por que tú ni ninguno de los cristianos la enojaban, sino que, por decir que los turcos se fuesen, dijo que tú te fueses, o porque ya era hora que buscases tus yerbas.
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Con esto me despedí al punto de entrambos; y ella, arrancándosele el alma al parecer, se fue con su padre, y yo, con achaque de buscar las yerbas, rodeé muy bien y a mi placer todo el jardín: miré bien las entradas y salidas, y la fortaleza de la casa, y la comodidad que se podía ofrecer para facilitar todo nuestro ne
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gocio. Hecho esto, me vine y di cuenta de cuanto había pasado al renegado y a mis compañeros, y ya no veía la hora de yerme gozar sin sobresalto del bien que en la hermosa y bella Zoraida la suerte me ofrecía. En fin, el tiempo pasó, y se llegó el día y plazo de nosotros tan deseado; y siguiendo todos el orden y parecer que, con discreta consideración y largo discurso, muchas veces habíamos dado, tuvimos el buen suceso que deseábamos; porque el viernes que se siguió al día que yo con Zoraida hab
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lé en el jardín, nuestro renegado, al anochecer, dio fondo con la barca casi frontero de donde la hermosísima Zoraida estaba.
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Ya los cristianos que habían de bogar el remo estaban prevenidos, y escondidos por diversas partes de todos aquellos alrededores. Todos estaban suspensos y alborozados aguardándome deseosos ya de embestir con el bajel que a los ojos tenían; porque ellos no sabían el concierto del renegado, sino que pensaban que a fuerza de brazos habían de haber y ganar la libertad, quitando
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la vida a los moros que dentro de la barca estaban. Sucedió, pues, que así como yo me mostré y mis compañeros, todos los demás escondidos que nos vieron se vinieron llegando a nosotros. Esto era ya a tiempo que la ciudad estaba ya cerrada, y por toda aquella campaña ninguna persona parecía. Como estuvimos juntos, dudamos si sería mejor ir primero por Zoraida, o rendir primero a los moros bagarinos que bogaban el remo en la barca; y estando en esta duda, llegó a nosotros nuestro renegado diciéndono
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s que en qué nos deteníamos, que ya era hora, y que todos sus moros estaban descuidados, y los más dellos, durmiendo. Dijímosle en lo que reparábamos, y él dijo que lo que más importaba era rendir primero el bajel, que se podía hacer con grandísima facilidad y sin peligro alguno, y que luego podíamos ir por Zoraida. Pareciónos bien a todos lo que decía, y así, sin detenernos más, haciendo él la guía, llegamos al bajel, y saltando él dentro primero, metió mano a un alfanje y dijo en morisco
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-Ninguno de vosotros se mueva de aquí, si no quiere que le cueste la vida.
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Ya, a este tiempo, habían entrado dentro casi todos los cristianos. Los moros, que eran de poco ánimo, viendo hablar de aquella manera a su arráez, quedáronse espantados, y sin ninguno de todos ellos echar mano a las armas, que pocas o casi ningunas tenían, se dejaron, sin hablar alguna palabra, maniatar de los cristianos, los cuales con mucha presteza lo hicieron, amenazando a los moros que si alzaban por alguna vía o maner
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a la voz, que luego al punto los pasarían todos a cuchillo. Hecho ya esto, quedándose en guardia dellos la mitad de los nuestros, los que quedábamos, haciéndonos asimismo el renegado la guía, fuimos al jardín de Agi Morato, y quiso la buena suerte que, llegando a abrir la puerta, se abrió con tanta facilidad como si cerrada no estuviera; y así, con gran quietud y silencio, llegamos a la casa sin ser sentidos de nadie.
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Estaba la bellísima Zoraida aguardándonos a una ventana, y así como sintió gen
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te, preguntó con voz baja si éramos nizarani, como si dijera o preguntara si éramos cristianos. Yo le respondí que si, y que bajase. Cuando ella me conoció, no se detuvo un punto; porque, sin responderme palabra, bajó en un instante, abrió la puerta, y mostróse a todos tan hermosa y ricamente vestida, que no lo acierto a
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encarecer. Luego que yo la vi, le tomé una mano y la comencé a besar, y el renegado hizo lo mismo, y mis dos camaradas; y los demás que el caso no sabían hicieron lo que vieron
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que nosotros hacíamos, que no parecía sino que le dábamos las gracias y la reconocíamos por señora de nuestra libertad. El renegado le dijo en lengua morisca si estaba su padre en el jardín. Ella respondió que sí, y que dormía.
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-Pues será menester despertalle -replicó el renegado-, y llevárnosle con nosotros, y todo aquello que tiene de valor este hermoso jardín.
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-No -dijo ella-; a mi padre no se ha de tocar en ningún modo, y en esta casa no hay otra cosa que lo que yo llevo, que es tanto, que
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bien habrá para que todos quedéis ricos y contentos, y esperaros un poco y lo veréis.
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Y diciendo esto, se volvió a entrar, diciendo que muy presto volvería; que nos estuviésemos quedos, sin hacer ningún ruido. Preguntéle al renegado lo que con ella había pasado, el cual me lo contó, a quien yo dije que ninguna cosa se había de hacer más de lo que Zoraida quisiese; la cual ya volvía cargada con un cofrecillo lleno de escudos de oro, tantos, que apenas lo podía sustentar. Quiso la mala suerte q
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ue su padre despertase en el ínterin y sintiese el ruido que andaba en el jardín; y asomándose a la ventana, luego conoció que todos los que en él estaban eran cristianos; y dando muchas, grandes y desaforadas voces, comenzó a decir en arábigo: «-¡Cristianos, cristianos! ¡Ladrones, ladrones!» Por los cuales gritos nos vimos todos puestos en grandísima y temerosa confusión; pero el renegado, viendo el peligro en que estábamos, y lo mucho que le importaba salir con aquella empresa antes de ser senti
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do, con grandísima presteza subió donde Agi Morato estaba, y juntamente con él fueron algunos de nosotros; que yo no osé desamparar a la Zoraida, que como desmayada se había dejado caer en mis brazos. En resolución, los que subieron se dieron tan buena maña, que en un momento bajaron con Agi Morato, trayéndole atadas las manos y puesto un pañizuelo en la boca, que no le dejaba hablar palabra, amenazándole que el hablarla le había de costar la vida. Cuando su hija lo vio se cubrió los ojos por no
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verle, y su padre quedó espantado, ignorando cuán de su voluntad se había puesto en nuestras manos; mas entonces siendo más necesarios los pies, con diligencia y presteza nos pusimos en la barca; que ya los que en ella habían quedado nos esperaban, temerosos de algún mal suceso nuestro.
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Apenas serían dos horas pasadas de la noche, cuando ya estábamos todos en la barca, en la cual se le quitó al padre de Zoraida la atadura de las manos y el paño de la boca; pero tornóle a decir el renegado que no
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hablase palabra; que le quitarían la vida. El, como vio allí a su hija, comenzó a suspirar ternísimamente, y más cuando vio que yo estrechamente la tenía abrazada, y que ella, sin defenderse, quejarse ni esquivarse, se estaba queda; pero, con todo esto, callaba, porque no pusiesen en efeto las muchas amenazas que el renegado le hacía. Viéndose, pues, Zoraida ya en la barca, y que quedamos dar los remos al agua, y viendo allí a su padre y a los demás moros que atados estaban, le dijo al renegado q
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ue me dijese le hiciese merced de soltar a aquellos moros, y de dar libertad a su padre; porque antes se arrojaría en la mar que ver delante de sus ojos y por causa suya llevar cautivo a un padre que tanto la había querido. El renegado me lo dijo, y yo respondí que era muy contento; pero él respondió que no convenía, a causa de que si allí los dejaban, apellidarían luego la tierra y alborotarían la ciudad, y sedan causa que saliesen a buscallos con algunas fragatas ligeras, y les tomasen la tierra
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y la mar, de manera, que no pudiésemos escaparnos; que lo que se podía hacer era darles libertad en llegando a la primera tierra de cristianos. En este parecer venimos todos, y Zoraida, a quien se le dio cuenta, con las causas que nos movían a no hacer luego lo que quería, también se satisfizo; y luego, con regocijado silenció y alegre diligencia, cada uno de nuestros valientes remeros tomó su remo, y comenzamos, encomendándonos a Dios de todo corazón, a navegar la vuelta de
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las islas de Mallorca,
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que es la tierra de cristianos más cerca; pero a causa de soplar un poco el viento tramontana y estar la mar algo picada, no fue posible seguir la derrota de Mallorca, y fuenos forzoso dejarnos ir tierra a tierra la vuelta de Orán, no sin mucha pesadumbre nuestra, por no ser descubiertos del lugar de Sargel, que en aquella costa cae sesenta millas de Argel. Y asimismo temíamos encontrar por aquel paraje alguna galeota de las que de ordinario vienen con mercancía de Tetuán, aunque cada uno por sí, y po
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r todos juntos, presumíamos de que si se encontraba galeota de mercancía, como no fuese de las que andan en corso, que no sólo no nos perderíamos, mas que tomaríamos bajel donde con más seguridad pudiésemos acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto que se navegaba, puesta la cabeza entre mis manos por no ver a su padre, y sentía yo que iba llamando a Lela Marién que nos ayudase.
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Bien habríamos navegado treinta millas, cuando nos amaneció, como tres tiros de arcabuz desviados de tierra, toda la
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cual vimos desierta y sin nadie que nos descubriese; pero, con todo eso, nos fuimos a fuerza de brazos entrando un poco en la mar, que ya estaba algo más sosegada; y habiendo entrado casi dos leguas, diose orden que se bogase a cuarteles en tanto que comíamos algo, que iba bien proveída la barca, puesto que los que bogaban dijeron que no era aquél tiempo de tomar reposo alguno; que les diesen de comer los que no bogaban; que ellos no querían soltar los remos de las manos en manera alguna. Hízose ansí
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, y en esto comenzó a soplar un viento largo, que nos obligó a hacer luego vela y a dejar el remo, y enderezar a Orán, por no ser posible poder hacer otro viaje. Todo se hizo con mucha presteza, y así, a la vela navegamos por más de ocho millas por hora, sin llevar otro temor alguno sino el de encontrar con bajel que de corso fuese. Dimos de comer a los moros bagarinos, y el renegado les consoló diciéndoles cómo no iban cautivos; que en la primera ocasión les darían libertad. Lo mismo se le dijo a
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l padre de Zoraida, el cual respondió:
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-Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar y creer de vuestra liberalidad y buen término, ¡oh cristianos!; mas el darme libertad, no me tengáis por tan simple que lo imagine; que nunca os pusisteis vosotros al peligro de quitármela para volverla tan liberalmente, especialmente sabiendo quién soy yo, y el interese que se os puede seguir de dármela; el cual interese si le queréis poner nombre, desde aquí os ofrezco todo aquello que quisiéredes por mi, y por esa de
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sdichada hija mía, o si no, por ella sola, que es la mayor y la mejor parte de mi alma.
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En diciendo esto, comenzó a llorar tan amargamente, que a todos nos movió a compasión, y forzó a Zoraida que le mirase; la cual, viéndole llorar, así se enterneció, que se levantó de mis pies y fue a abrazar a su padre y, juntando su rostro con el suyo, comenzaron los dos tan tierno llanto, que muchos de los que allí íbamos le acompañamos en él. Pero cuando su padre la vio adornada de fiesta y con tantas joy
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as sobre sí, le dijo en su lengua:
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-¿Qué es esto, hija, que ayer al anochecer, antes que nos sucediese esta terrible desgracia en que nos vemos, te vi con tus ordinarios y caseros vestidos, y agora, sin que hayas tenido tiempo de vestirte, y sin haberte dado alguna nueva alegre de solenizalla con adornarte y pulirte, te veo compuesta con los mejores vestidos que yo supe y pude darte cuando nos fue la ventura más favorable? Respóndeme a esto, que me tiene más suspenso y admirado que la misma desgracia e
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n que me hallo.
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Todo lo que el moro decía a su hija nos lo declaraba el renegado, y ella no le respondía palabra. Pero cuando él vio a un lado de la barca el cofrecillo donde ella solía tener sus joyas, el cual sabía él bien que le había dejado en Argel, y no traídole al jardín, quedó más confuso, y preguntóle que cómo aquel cofre había
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