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Es, pues, el caso, que en toda la venta no había ventana que saliese al campo, sino un agujero de un pajar, por donde echaban la paja por defuera. A este agujero se pusieron las dos semidoncellas, y vieron que don Quijote estaba a caballo, recostado sobre su lanzón, dando de cuando en cuando tan dolientes y profundos suspiros, que parecía que con cada uno se le arrancaba el alma. Y asimesmo oyeron que decía con voz blanda, re
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galada y amorosa:
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-¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso, extremo de toda hermosura, fin y remate de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad, y, ultimadamente, idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mundo! Y ¿qué fará agora la tu merced? ¿Si tendrás por ventura las mientes en tu cautivo caballero, que a tantos peligros, por sólo servirte, de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas della, ¡oh luminaria de las tres caras! Quizá con envidia de la
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suya la estás ahora mirando, que, o paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios, o ya puesta de pechos sobre algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi cuitado corazón padece, qué gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a mi cuidado, y, finalmente, qué vida a mi muerte y qué premio a mis servicios. Y tú, sol, que ya debes de estar apriesa ensillando tus caballos, por madrugar y salir a ver a mi señora, así
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como la veas, suplicote que de mi parte la saludes; pero guárdate que al verla y saludarla no le des paz en el rostro; que tendré más celos de ti que tú los tuviste de aquella ligera ingrata que tanto te hizo sudar y correr por los llanos de Tesalia, o por las riberas de Peneo, que no me acuerdo bien por dónde corriste entonces celoso y enamorado.
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A este punto llegaba entonces don Quijote en su tan lastimero razonamiento, cuando la hija de la ventera le comenzó a cecear y a decirle:
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-Señor mío, lle
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́guese acá la vuestra merced, si es servido.
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A cuyas señas y voz volvió don Quijote la cabeza, y vio a la luz de la luna, que entonces estaba en toda su claridad, cómo le llamaban del agujero que a él le pareció ventana, y aun con rejas doradas, como conviene que las tengan tan ricos castillos como él se imaginaba que era aquella venta; y luego en el instante se le representó en su loca imaginación que otra vez, como la pasada, la doncella fermosa, hija de la señora de aquel castillo, vencida de s
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u amor, tornaba a solicitarle; y con este pensamiento, por no mostrarse descortés y desagradecido, volvió las riendas a Rocinante y se llegó al agujero, y así como vio a las dos mozas, dijo:
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-Lástima os tengo, fermosa señora, de que hayades puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza; de lo que no debéis dar culpa a este miserable andante caballero, a quien tiene Amor imposibilitado de poder entregar su voluntad a otra qu
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e aquella que, en el punto que sus ojos la vieron, la hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme, buena señora, y recogeos en vuestro aposento, y no queráis con significarme más vuestros deseos que yo me muestre más desagradecido; y si del amor que me tenéis halláis en mí otra cosa con que satisfaceros que el mismo amor no sea, pedídmela; que yo os juro por aquella ausente enemiga dulce mía de dárosla en continente, si bien me pidiésedes una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todos cul
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ebras, o ya los mesmos rayos del sol, encerrados en una redoma.
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-No ha menester nada deso mi señora, señor caballero -dijo a este punto Maritornes.
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-Pues ¿qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora? -respondió don Quijote.
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-Sola una de vuestras hermosas manos -dijo Maritornes-, por poder deshogar con ella el gran deseo que a este agujero la ha traído, tan a peligro de su honor, que si su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada della fuera la oreja.
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-¡Ya quisiera yo ver eso! -respondió
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don Quijote-. Pero él se guardará bien deso, si ya no quiere hacer el más desastrado fin que padre hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamorada hija.
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Parecióle a Maritornes que sin duda don Quijote daría la mano que le habían pedido, y, proponiendo en su pensamiento lo que había de hacer, se bajó del agujero y se fue a la caballeriza, donde tomó el cabestro del jumento de Sancho Panza, y con mucha presteza se volvió a su agujero, a tiempo que don Quijote s
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e había puesto de pies sobre la silla de Rocinante por alcanzar a la ventana enrejada donde se imaginaba estar la ferida doncella; y al darle la mano, dijo:
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-Tomad, señora, esa mano, o, por mejor decir, ese verdugo de los malhechores del mundo; tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra mujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo mi cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contextura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaci
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osidad de sus venas; de donde sacaréis qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal mano tiene.
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-Ahora lo veremos -dijo Maritornes.
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Y haciendo una lazada corrediza al cabestro, se la echó a la muñeca, y bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar, muy fuertemente. Don Quijote, que sintió la aspereza del cordel en su muñeca, dijo:
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-Más parece que vuestra merced me ralla que no me regala la mano; no la tratéis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi vol
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untad os hace, ni es bien que en tan poca parte venguéis el todo de vuestro enojo. Mirad que quien quiere bien no se venga tan mal.
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Pero todas estas razones de don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque así como Maritornes le ató, ella y la otra se fueron, muertas de risa, y le dejaron asido de manera que fue imposible soltarse.
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Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero, y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor y cuidado
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que si Rocinante se desviaba a un cabo o a otro, había de quedar colgado del brazo; y así, no osaba hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podía esperar que estaría sin moverse un siglo entero.
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En resolución, viéndose don Quijote atado, y que ya las damas se habían ido, se dio a imaginar que todo aquello se hacía por vía de encantamento, como la vez pasada, cuando en aquel mesmo castillo le molió aquel moro encantado del harriero; y maldecía entre si s
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u poca discreción y discurso, pues habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se había aventurado a entrar en él la segunda, siendo advertimiento de caballeros andantes que cuando han probado una aventura y no han salido bien con ella, es señal que no está para ellos guardada, sino para otros, y así, no tienen necesidad de probarla segunda vez. Con todo esto, tiraba de su brazo, por ver si podía soltarse; mas él estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verd
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ad que tiraba con tiento, porque Rocinante no se moviese; y aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podía sino estar en pie, o arrancarse la mano.
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Allí fue el desear de la espada de Amadís, contra quien no tenía fuerza encantamento alguno; allí fue el maldecir de su fortuna; allí fue el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba; allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del
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Toboso; allí fue el llamar a su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en sueño y tendido sobre el albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y Alquife, que le ayudasen; allí invocó a su buena amiga Urganda, que le socorriese, y, finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso, que bramaba como un toro; porque no esperaba él que con el día se remediaría su cuita, porque la tenía por eterna, tenié
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ndose por encantado. Y hacíale creer esto ver que Rocinante poco ni mucho se movía; y creía que de aquella suerte, sin comer ni beber ni dormir, habían de estar él y su caballo, hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro más sabio encantador le desencantase.
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Pero engañóse mucho en su creencia, porque apenas comenzó a amanecer, cuando llegaron a la venta cuatro hombres de a caballo muy bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a la puerta
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de la venta, que aún estaba cerrada, con grandes golpes; lo cual visto por don Quijote desde donde aún no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante y alta dijo:
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-Caballeros, o escuderos, o quienquiera que seáis, no tenéis para qué llamar a las puertas deste castillo; que asaz de claro está que a tales horas, o los que están dentro duermen, o no tienen por costumbre de abrirse las fortalezas, hasta que el sol esté tendido por todo el suelo. Desviaos afuera, y esperad que aclare el día, y enton
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ces veremos si será justo, o no, que os abran.
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-¿Qué diablos de fortaleza o castillo es éste -dijo uno-, para obligarnos a guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran; que somos caminantes que no queremos más de dar cebada a nuestras cabalgaduras y pasar adelante, porque vamos de priesa.
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-¿Paréceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero? -respondió don Quijote.
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-No sé de qué tenéis talle -respondió el otro-; pero sé que decís disparates en llamar castillo a esta venta.
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-Castillo es -replicó don Quijote-, y aun de los mejores de toda esta provincia; y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza.
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-Mejor fuera al revés -dijo el caminante-: el centro en la cabeza y la corona en la mano. Y será, si a mano viene, que debe de estar dentro alguna compañía de representantes, de los cuales es tener a menudo esas coronas y cetros que decís; porque en una venta tan pequeña, y adonde se guarda tanto silencio como ésta, no creo yo que se alojan perso
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nas dignas de corona y cetro.
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-Sabéis poco del mundo -replicó don Quijote-, pues ignoráis los casos que suelen acontecer en la caballería andante.
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Cansábanse los compañeros que con el preguntante venían del coloquio que con don Quijote pasaba, y así, tornaron a llamar con grande furia; y fue de modo, que el ventero despertó, y aun todos cuantos en la venta estaban, y así, se levantó a preguntar quién llamaba. Sucedió en este tiempo que una de las cabalgaduras en que venían los cuatro que llama
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ban se llegó a oler a Rocinante, que melancólico y triste, con las orejas caídas, sostenía sin moverse a su estirado señor; y, como, en fin, era de carne, aunque parecía de leño, no pudo dejar de resentirse y tornar a oler a quien le llegaba a hacer caricias; y así, no se hubo movido tanto cuanto, cuando se desviaron los juntos pies de don Quijote, y, resbalando de la silla, dieran con él en el suelo, a no quedar colgado del brazo; cosa que le causó tanto dolor, que creyó, o que la muñeca le cor
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taban, o que el brazo se le arrancaba; porque él quedó tan cerca del suelo, que con los extremos de las puntas de los pies besaba la tierra, que era en su perjuicio, porque, como sentía lo poco que le faltaba para poner las plantas en la tierra, fatigábase y estirábase cuanto podía por alcanzar al suelo, bien así como los que están en el tormento de la garrucha, puestos a toca, no toca, que ellos mesmos son causa de acrecentar su dolor, con el ahínco que ponen en estirarse, engañados de la esperan
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za que se les representa, que con poco más que se estiren llegarán al suelo.
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Capítulo 44: Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta
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En efeto, fueron tantas las voces que don Quijote dio, que abriendo de presto las puertas de la venta, salió el ventero, despavorido, a ver quién tales gritos daba, y los que estaban fuera hicieron lo mesmo. Maritornes, que ya había despertado a las mismas voces, imaginando lo que podía ser, se fue al pajar y desató, sin que nadie lo viese, el cabestro que a
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don Quijote sostenía, y él dio luego en el suelo, a vista del ventero y de los caminantes, que, llegándose a él, le preguntaron qué tenía, que tales voces daba. El, sin responder palabra, se quitó el cordel de la muñeca, y levantándose en pie, subió sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró su lanzón, y tomando buena parte del campo, volvió a medio galope, diciendo:
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-Cualquiera que dijere que yo he sido con justo titulo encantado, como mi señora la princesa Micomicona me dé licencia para
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ello, yo le desmiento, le rieto y desafío a singular batalla.
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Admirados se quedaron los nuevos caminantes de las palabras de don Quijote; pero el ventero les quitó de aquella admiración, diciéndoles que era don Quijote, y que no había que hacer caso dél, porque estaba fuera de juicio.
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Preguntáronle al ventero si acaso había llegado a aquella venta un muchacho de hasta edad de quince años, que venía vestido como mozo de mulas, de tales y tales señas, dando las mesmas que traía el amante de doña
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Clara. El ventero respondió que había tanta gente en la venta, que no había echado de ver en el que preguntaban. Pero habiendo visto uno dellos el coche donde había venido el oidor, dijo:
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-Aquí debe de estar sin duda, porque éste es el coche que él dicen que sigue; quédese uno de nosotros a la puerta y entren los demás a buscarle; y aun sería bien que uno de nosotros rodease toda la venta, porque no se fuese por las bardas de los corrales.
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-Así se hará -respondió uno dellos.
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Y entrándose los d
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os dentro, uno se quedó a la puerta y el otro se fue a rodear la venta; todo lo cual veía el ventero, y no sabía atinar para qué se hacían aquellas diligencias, puesto que bien creyó que buscaban a aquel mozo cuyas señas le habían dado.
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Ya a esta sazón aclaraba el día; y así por esto como por el mido que don Quijote había hecho, estaban todos despiertos y se levantaban, especialmente doña Clara y Dorotea, que la una con sobresalto de tener tan cerca a su amante, y la otra con el deseo de verle,
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habían podido dormir bien mal aquella noche. Don Quijote, que vio que ninguno de los cuatro caminantes hacía caso dél, ni le respondían a su demanda, moría y rabiaba de despecho y saña; y si él hallara en las ordenanzas de su caballería que lícitamente podía el caballero andante tomar y emprender otra empresa habiendo dado su palabra y fe de no ponerse en ninguna hasta acabar la que había prometido, él embistiera con todos, y les hiciera responder mal de su grado; pero por parecerle no convenir
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le ni estarle bien comenzar nueva empresa hasta poner a Micomicona en su reino, hubo de callar y estarse quedo, esperando a ver en qué paraban las diligencias de aquellos caminantes; uno de los cuales halló al mancebo que buscaba, durmiendo al lado de un mozo de mulas, bien descuidado de que nadie ni le buscase, ni menos de que le hallase. El hombre le trabó del brazo y le dijo:
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-Por cierto, señor don Luis, que responde bien a quien vos sois el hábito que tenéis, y que dice bien la cama en que os hall
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o al regalo con que vuestra madre os crió.
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Limpióse el mozo los soñolientos ojos, y miró de espacio al que le tenía asido, y luego conoció que era criado de su padre, de que recibió tal sobresalto, que no acertó o no pudo hablarle palabra por un buen espacio; y el criado prosiguió diciendo:
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-Aquí no hay que hacer otra cosa, señor don Luis, sino prestar paciencia, y dar la vuelta a casa, si ya vuestra merced no gusta que su padre y mi señor la dé al otro mundo; porque no se puede esperar otra co
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sa de la pena con que queda por vuestra ausencia.
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-Pues ¿cómo supo mi padre -dijo don Luis- que yo venía este camino y en este traje?
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-Un estudiante -respondió el criado- a quien distes cuenta de vuestros pensamientos fue el que lo descubrió, movido a lástima de las que vio que hacia vuestro padre al punto que os echó menos; y así, despachó a cuatro de sus criados en vuestra busca, y todos estamos aquí a vuestro servicio, más contentos de lo que
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imaginar se puede, por el buen despacho con que torn
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aremos, llevándoos a los ojos que tanto os quieren.
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-Eso será como yo quisiere, o como el cielo lo ordenare -respondió don Luis.
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-¿Qué habéis de querer, o qué ha de ordenar el cielo fuera de consentir en volveros? Porque no ha de ser posible otra cosa. Todas estas razones que entre los dos pasaban oyó el mozo de mulas junto a quien don Luis estaba; y levantándose de allí, fue a decir lo que pasaba a don Fernando y a Cardenio, y a los demás, que ya vestido se habían; a los cuales dijo cómo aquel
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hombre llamaba de don a aquel muchacho, y las razones que pasaban, y cómo le quería volver a casa de su padre, y el mozo no quería. Y con esto, y con lo que dél sabían, de la buena voz que el cielo le había dado, vinieron todos en gran deseo de saber más particularmente quién era, y aun de ayudarle si alguna fuerza le quisiesen hacer; y así, se fueron hacia la parte donde aún estaba hablando y porfiando con su criado.
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Salía en esto Dorotea de su aposento, y tras ella doña Clara, toda turbada; y
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llamando Dorotea a Cardenio aparte, le contó en breves razones la historia del músico y de doña Clara; a quien el también dijo lo que pasaba de la venida a buscarle los criados de su padre, y no se lo dijo tan callando, que lo dejase de oír Clara; de lo que quedó tan fuera de si, que si Dorotea no llegara a tenerla, diera consigo en el suelo; Cardenio dijo a Dorotea que se volviesen al aposento; que él procuraría poner remedio en todo, y ellas lo hicieron.
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Ya estaban todos los cuatro que venían a b
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uscar a don Luis dentro de la venta y rodeados dél, persuadiéndole que luego, sin detenerse un punto, volviese a consolar a su padre. El respondió que en ninguna manera lo podía hacer hasta dar fin a un negocio en que le iba la vida, la honra y el alma. Apretáronle entonces los criados, diciéndole que en ningún modo volverían sin él, y que le llevarían, quisiese o no quisiese.
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-Eso no haréis vosotros -replicó don Luis-, si no es llevándome muerto; aunque de cualquiera manera que me llevéis, se
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rá llevarme sin vida.
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Ya a esta sazón habían acudido a la porfía todos los más que en la venta estaban, especialmente Cardenio, don Fernando, sus camaradas, el oidor, el cura, el barbero y don Quijote, que ya le pareció que no había necesidad de guardar más el castillo. Cardenio, como ya sabia la historia del mozo, preguntó a los que llevarle querían que qué les movía a querer llevar contra su voluntad a aquel muchacho.
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-Muévenos -respondió uno de los cuatro- dar la vida a su padre, que por la
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ausencia deste caballero queda a peligro de perderla.
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A esto dijo don Luis:
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-No hay para qué se dé cuenta aquí de mis cosas; yo soy libre, y volveré si me diere gusto, y si no, ninguno de vosotros me ha de hacer fuerza.
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-Harásela a vuestra merced la razón -respondió el hombre-; y cuando ella no bastare con vuestra merced, bastará con nosotros para hacer a lo que venimos y lo que somos obligados.
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-Sepamos qué es esto de raíz -dijo a este tiempo el oidor.
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Pero el hombre, que lo conoció, como vecin
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o de su casa, respondió:
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-¿No conoce vuestra merced, señor oidor, a este caballero, que es el hijo de su vecino, el cual se ha ausentado de casa de su padre en el hábito tan indecente a su calidad como vuestra merced puede ver?
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Miróle entonces el oidor más atentamente y conocióle; y abrazándole, dijo:
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-¿Qué niñerías son éstas, señor don Luis, o qué causas tan poderosas, que os han movido a venir desta manera, y en este traje, que dice tan mal con la calidad vuestra?
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Al mozo se le vinieron las l
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ágrimas a los ojos, y no pudo responder palabra al oidor; el cual dijo a los cuatro que se sosegasen, que todo se haría bien; y tomando por la mano a don Luis, le apartó a una parte y le preguntó qué venida había sido aquélla.
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Y en tanto que le hacía estas y otras preguntas, oyeron grandes voces a la puerta de la venta, y era la causa dellas que dos huéspedes que aquella noche habían alojado en ella, viendo a toda la gente ocupada en saber lo que los cuatro buscaban, habían intentado a irse sin p
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agar lo que debían; mas el ventero, que atendía más a su negocio que a los ajenos, les asió al salir de la puerta, y pidió su paga, y les afeó su mala intención con tales palabras, que les movió a que les respondiesen con los puños; y así, le comenzaron a dar tal mano, que el pobre ventero tuvo necesidad de dar voces y pedir socorro. La ventera y su hija no vieron a otro más desocupado para poder socorrerle que a don Quijote, a quien la hija de la ventera dijo:
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