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-¿Qué es lo que piensas hacer, único refugio mío, en este tan impensado trance? Tú tienes a tus pies a tu esposa, y la que quieres que lo sea está en los brazos de su marido. Mira si te estará bien, o te será posible deshacer lo que el cielo ha hecho, o si te convendrá querer levantar a igualar a ti mismo a la que, pospuesto todo inconveniente, confirmada en su verdad y firmeza, delante de tus ojos tiene los suyos, baña
dos de licor amoroso el rostro y pecho de su verdadero esposo. Por quien Dios es te ruego, y por quien tú eres te suplico, que este tan notorio desengaño no sólo no acreciente tu ira, sino que la mengüe en tal manera, que con quietud y sosiego permitas que estos dos amantes le tengan sin impedimento tuyo todo el tiempo que el cielo quisiere concedérsele, y en esto mostrarás la generosidad de tu ilustre y noble pecho, y verá el mundo que tiene contigo más fuerza la razón que el apetito.
En tanto que
esto decía Dorotea, aunque Cardenio tenía abrazada a Luscinda, no quitaba los ojos de don Fernando, con determinación de que, si le viese hacer algún movimiento en su perjuicio, procurar defenderse y ofender como mejor pudiese a todos aquellos que en su daño se mostrasen, aunque le costase la vida; pero a esta razón acudieron los amigos de don Fernando, y el cura y el barbero, que a todo habían estado presentes, sin que faltase el bueno de Sancho Panza, y todos rodeaban a don Fernando, suplicándole
tuviese por bien de mirar las lágrimas de Dorotea, y que, siendo verdad, como sin duda ellos creían que lo era, lo que en sus razones había dicho, que no permitiese quedase defraudada de sus tan justas esperanzas; que considerase que, no acaso, como parecía, sino con particular providencia del cielo, se habían todos juntado en lugar donde menos ninguno pensaba; y que advirtiese -dijo el cura- que sola la muerte podía apartar a Luscinda de Cardenio; y aunque los dividiesen filos de alguna espada, ello
s tendrían por felicísima su muerte; y que en los lazos inremediables era suma cordura, forzándose y venciéndose a sí mismo, mostrar un generoso pecho, permitiendo que por sola su voluntad los dos gozasen el bien que el cielo ya les había concedido; que pusiese los ojos ansimesmo en la beldad de Dorotea, y vería que pocas o ninguna se le podían igualar, cuanto más hacerle ventaja, y que juntase a su hermosura su humildad y el extremo del amor que le tenía, y, sobre todo, advirtiese que si se preci
aba de caballero y de cristiano, que no podía hacer otra cosa que cumplille la palabra dada; y que, cumpliéndosela, cumpliría con Dios y satisfaría a las gentes discretas, las cuales saben y conocen que es prerrogativa de la hermosura, aunque esté en sujeto humilde, como se acompañe con la honestidad, poder levantarse e igualarse a cualquiera alteza, sin nota de menoscabo del que la levanta e iguala a sí mismo; y cuando se cumplen las fuertes leyes del gusto, como en ello no intervenga pecado, no deb
e de ser culpado el que las sigue.
En efeto, a estas razones añadieron todos otras, tales y tantas, que el valeroso pecho de don Fernando (en fin, como alimentado con ilustre sangre) se ablandó y se dejó vencer de la verdad, que él no pudiera negar aunque quisiera; y la señal que dio de haberse rendido y entregado al buen parecer que se le había propuesto fue abajarse y abrazar a Dorotea, diciéndole:
-Levantaos, señora mía; no es justo que esté arrodillada a mis pies la que yo tengo en mi alma; y
si hasta aquí no he dado muestras de lo que digo, quizá ha sido por orden del cielo, para que viendo yo en vos la fe con que me amáis, os sepa estimar
en lo que merecéis. Lo que os mego es que no me reprehendáis mi mal término y mi mucho descuido; pues la misma ocasión y fuerza que me movió para acetaros por mía, esa misma me impelió para procurar no ser vuestro. Y que esto sea verdad, volved y mirad los ojos de la ya contenta Luscinda, y en ellos hallaréis disculpa de todos mis yerros; y pues el
la halló y alcanzó lo que deseaba, y yo he hallado en vos lo que me cumple, viva ella segura y contenta luengos y felices años con su Cardenio; que yo rogaré al cielo que me los deje vivir con mi Dorotea.
Y diciendo esto, la tomó a abrazar, y a juntar su rostro con el suyo, con tan tierno sentimiento, que le fue necesario tener gran cuenta con que las lágrimas no acabasen de dar indubitables señas de su amor y arrepentimiento. No lo hicieron así las de Luscinda y Cardenio, y aun las de casi todos lo
s que allí presentes estaban; porque comenzaron a derramar tantas, los unos de contento proprio, y los otros del ajeno, que no parecía sino que algún grave y mal caso a todos había sucedido. Hasta Sancho Panza lloraba, aunque después dijo que no lloraba él sino por ver que Dorotea no era, como él pensaba, la reina Micomicona, de quién él tantas mercedes esperaba. Duró algún espacio, junto con el llanto, la admiración en todos, y luego Cardenio y Luscinda se fueron a poner de rodillas ante don Fe
rnando, dándole gracias de la merced que les había hecho, con tan corteses razones, que don Fernando no sabía qué responderles; y así, los levantó y abrazó con muestras de mucho amor y de mucha cortesía.
Preguntó luego a Dorotea le dijese cómo había venido a aquel lugar, tan lejos del suyo. Ella, con breves y discretas razones, contó todo lo que antes había contado a Cardenio; de lo cual gustó tanto don Femando y los que con él venían, que quisieron que durara el cuento más tiempo: tanta er
a la gracia con que Dorotea contaba sus desventuras. Y así como hubo acabado, dijo don Femando lo que en la ciudad le había acontecido después que halló el papel, en el seno de Luscinda, donde declaraba ser esposa de Cardenio y no poderlo ser suya. Dijo que la quiso matar, y lo hiciera si de sus padres no fuera impedido; y que, así, se salió de su casa despechado y corrido, con determinación de vengarse con más comodidad; y que otro día supo cómo Luscinda había faltado de casa de sus padres, sin
que nadie supiese decir dónde se había ido, y que, en resolución, al cabo de algunos meses vino a saber cómo estaba en un monesterio, con voluntad de quedarse en él toda la vida, si no la pudiese pasar con Cardenio; y así como lo supo, escogiendo para su compañía aquellos tres caballeros, vino al lugar donde estaba, a la cual no había querido hablar, temeroso que en sabiendo que él estaba allí, había de haber más guarda en el monesterio; y así, aguardando un día a que la portería estuviese a
bierta, dejó a los dos a la guarda de la puerta, y él con otro habían entrado en el monesterio buscando a Luscinda, la cual hallaron en el claustro hablando con una monja; y, arrebatándola, sin darle lugar a otra cosa, se habían venido con ella a un lugar donde se acomodaron de aquello que hubieron menester para traella; todo lo cual habían podido hacer bien a su salvo, por estar el monesterio en el campo, buen trecho fuera del pueblo. Dijo que así como Luscinda se vio en su poder, perdió todos los
sentidos; y que después de vuelta en si, no había hecho otra cosa sino llorar y suspirar, sin hablar palabra alguna; y que así, acompañados de silencio y de lágrimas, habían llegado a aquella venta, que para él era haber llegado al cielo, donde se rematan y tienen fin todas las desventuras de la tierra.
Capítulo 37: Donde se prosigue la historia de la famosa infanta Micomicona, con otras graciosas aventuras
Todo esto escuchaba Sancho, no con poco dolor de su ánima, viendo que se le desparecían e i
ban en humo las esperanzas de su ditado, y que la linda princesa Micomicona se le había vuelto en Dorotea, y el gigante en don Fernando, y su amo se estaba durmiendo a sueño suelto, bien descuidado de todo lo sucedido. No se podía asegurar Dorotea si era soñado el bien que poseía; Cardenio estaba en el mismo pensamiento, y el de Luscinda corría por la misma cuenta. Don Femado daba gracias al cielo por la merced recebida y haberle sacado de aquel intricado laberinto donde se hallaba tan a pique de perd
er el crédito y el alma; y, finalmente, cuantos en la venta estaban, estaban contentos y gozosos del buen suceso que habían tenido tan trabados y desesperados negocios.
Todo lo ponía en su punto el cura, como discreto, y a cada uno daba el parabién del bien alcanzado; pero quien más jubilaba y se contentaba era la ventera, por la promesa que Cardenio y el cura le habían hecho de pagalle todos los daños e intereses que por cuenta de don Quijote le hubiesen venido. Sólo Sancho, como ya se ha dicho, er
a el afligido, el desventurado y el triste; y así, con malencónico semblante, entró a su amo, el cual acababa de despertar, a quien dijo:
-Bien puede vuestra merced, señor Triste Figura, dormir todo lo que quisiere, sin cuidado de matar a ningún gigante, ni de volver a la princesa su reino; que ya todo está hecho y concluido.
-Eso creo yo bien -respondió don Quijote-, porque he tenido con el gigante la más descomunal y desaforada batalla que pienso tener en todos los días de mi vida, y de un revés
, ¡zas!, le derribé la cabeza en el suelo, y fue tanta la sangre que le salió, que los arroyos corrían por la tierra, como si fueran de agua.
-Como si fueran de vino tinto, pudiera vuestra merced decir mejor -respondió Sancho-; porque quiero que sepa vuestra merced, si es que no lo sabe, que el gigante muerto es un cuero horadado; y la sangre, seis arrobas de vino tinto que encerraba en su vientre; y la cabeza cortada es... la puta que me parió, y llévelo todo Satanás.
-Y ¿qué es lo que dices, loco?
-replicó don Quijote-. ¿Estás en tu seso?
-Levántese vuestra merced -dijo Sancho-, y verá el buen recado que ha hecho, y lo que tenemos que pagar, y verá a la reina convertida en una dama particular, llamada Dorotea, con otros sucesos, que, si cae en ellos, le han de admirar.
-No me maravillaría de nada deso –replicó don Quijote-; porque si bien te acuerdas, la otra vez que aquí estuvimos te dije yo que todo cuanto aquí sucedía eran cosas de encantamento, y no seria mucho que ahora fuese lo mesmo
.
-Todo lo creyera yo -respondió Sancho-, si también mi manteamiento fuera cosa dese jaez; mas no lo fue, sino real y verdaderamente; y vi yo que el ventero que aquí está hoy día tenía del un cabo de la manta, y me empujaba hacia el cielo con mucho donaire y brío, y con tanta risa como fuerza; y donde interviene conocerse las personas, tengo para mi, aunque simple y pecador, que no hay encantamento alguno, sino mucho molimiento y mucha mala ventura.
-Ahora bien, Dios lo remediará -dijo don Quijote-.
Dame de vestir, y déjame salir allá fuera; que quiero ver los sucesos y transformaciones que dices.
Diole de vestir Sancho, y en el entretanto que se vestía contó el cura a don Fernando y a los demás las locuras de don Quijote, y del artificio que había usado para sacarle de la Peña Pobre, donde él se imaginaba estar, por desdenes de su señora. Contóles asimismo casi todas las aventuras que Sancho había contado, de que no poco se admiraron y rieron, por parecerles lo que a todos parecía; ser el
más extraño género de locura que podía caber en pensamiento disparatado. Dijo más el cura: que pues ya el buen suceso de la señora Dorotea impedía pasar con su designio adelante, que era menester inventar y hallar otro para poderle llevar a su tierra. Ofrecióse Cardenio de proseguir lo comenzado, y que Luscinda haría y representaría la persona de Dorotea.
-No -dijo don Fernando-, no ha de ser así: que yo quiero que Dorotea prosiga su invención; que como no sea muy lejos de aquí el lugar deste
buen caballero, yo holgaré de que se procure su remedio.
-No está más de dos jornadas de aquí.
-Pues aunque estuviera más, gustara yo de caminallas, a trueco de hacer tan buena obra.
Salió, en esto, don Quijote, armado de todos sus pertrechos, con el yelmo, aunque abollado, de Mambrino en la cabeza, embrazado de su rodela y arrimado a su tronco o lanzón. Suspendió a don Fernando y a los demás la extraña presencia de don Quijote, viendo su rostro de media legua de andadura, seco y amarillo, la desi
gualdad de sus armas y su mesurado continente, y estuvieron callando, hasta ver lo que él decía; el cual, con mucha gravedad y reposo, puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo:
-Estoy informado, hermosa señora, deste mi escudero que la vuestra grandeza se ha aniquilado, y vuestro ser se ha deshecho, porque de reina y gran señora que solíades ser os habéis vuelto en una particular doncella. Si esto ha sido por orden del rey nigromante de vuestro padre, temeroso que yo no os diese la necesaria y deb
ida ayuda, digo que no supo ni sabe de la misa la media, y que fue poco versado en las historias caballerescas; porque si él las hubiera leído y pasado tan atentamente y con tanto espacio como yo las pasé y leí, hallara a cada paso cómo otros caballeros de menor fama que la mía habían acabado cosas más dificultosas, no siéndolo mucho matar a un gigantillo, por arrogante que sea; porque no ha muchas horas que yo me vi con él, y... quiero callar, porque no me digan que miento; pero el tiempo, descub
ridor de todas las cosas, lo dirá cuando menos lo pensemos.
-Vístesos vos con dos cueros; que no con un gigante -dijo a esta sazón el ventero.
Al cual mandó don Fernando que callase y no interrumpiese la plática de don Quijote en ninguna manera; y don Quijote prosiguió diciendo:
-Digo, en fin, alta y desheredada señora, que si por la causa que he dicho vuestro padre ha hecho este metamorfóseo en vuestra persona, que no le deis crédito alguno; porque no hay ningún peligro en la tierra por quien no
se abra camino mi espada, con la cual, poniendo la cabeza de vuestro enemigo en tierra, os pondré a vos la corona de la vuestra en la cabeza, en breves días.
No dijo más don Quijote, y esperó a que la princesa le respondiese; la cual, como ya sabía la determinación de don Fernando de que se prosiguiese adelante en el engaño hasta llevar a su tierra a don Quijote, con mucho donaire y gravedad le respondió:
-Quienquiera que os dijo, valeroso caballero de la Triste Figura, que yo me había mudado y tro
cado de mi ser, no os dijo lo cierto, porque la misma que ayer fui me soy hoy. Verdad es que alguna mudanza han hecho en mí ciertos acaecimientos de buena ventura, que me han dado la mejor que yo pudiera desearme; pero no por eso he dejado de ser la que antes, y de tener los mesmos pensamientos de valerme del valor de vuestro valeroso e invenerable brazo que siempre he tenido. Así que, señor mío, vuestra bondad vuelva la honra al padre que me engendró, y téngale por hombre advertido y prudente, pues c
on su ciencia halló camino tan fácil y tan verdadero para remediar mi desgracia; que yo creo que si por vos, señor, no fuera, jamás acertara a tener la ventura que tengo; y en esto digo tanta verdad como son buenos testigos della los más destos señores que están presentes. Lo que resta es que mañana nos pongamos en camino, porque ya hoy se podrá hacer poca jornada, y en lo demás del buen suceso que espero, lo dejaré a Dios y al valor de vuestro pecho.
Esto dijo la discreta Dorotea, y en oyéndolo
don Quijote, se volvió a Sancho, y con muestras de mucho enojo, le dijo:
-Ahora te digo, Sanchuelo, que eres el mayor bellacuelo que hay en España. Dime, ladrón vagamundo, ¿no me acabaste de decir ahora que esta princesa se había vuelto en una doncella que se llamaba Dorotea, y que la cabeza que entiendo que corté a un gigante era la puta que te parió, con otros disparates que me pusieron en la mayor confusión que jamás he estado en todos los días de mi vida? ¡Voto... -y miró al cielo y apretó l
os dientes-, que estoy por hacer un estrago en ti, que ponga sal en la mollera a todos cuantos mentirosos escuderos hubiere de caballeros andantes, de aquí adelante, en el mundo!
-Vuestra merced se sosiegue, señor mío -respondió Sancho-, que bien podría ser que yo me hubiese engañado en lo que toca a la mutación de la señora princesa Micomicona; pero en lo que toca a la cabeza del gigante, o, a lo menos, a la horadación de los cueros y a lo de ser vino tinto la sangre, no me engaño, vive Dios, por
que los cueros allí están heridos, a la cabecera del lecho de vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho un lago el aposento; y si no, al freír de los huevos lo verá; quiero decir que lo verá cuando aquí su merced del señor ventero le pida el menoscabo de todo. De lo demás, de que la señora reina se esté como se estaba, me regocijo en el alma. porque me va mi parte, como a cada hijo de vecino.
-Ahora yo te digo, Sancho -dijo don Quijote-, que eres un mentecato, y perdóname, y basta.
-Basta -dijo
don Fernando-, y no se hable más en esto; y pues la señora princesa dice que se camine mañana, porque ya hoy es tarde, hágase así, y esta noche la podremos pasar en buena conversación hasta el venidero día, donde todos acompañaremos al señor don Quijote, porque queremos ser testigos de las valerosas e inauditas hazañas que ha de hacer en el discurso desta grande empresa que a su cargo lleva.
-Yo soy el que tengo de serviros y acompañaros -respondió don Quijote-, y agradezco mucho la merced que
se me hace y la buena opinión que de mi se tiene, la cual procuraré que salga verdadera, o me costará la vida, y aún más, si más costarme puede.
Muchas palabras de comedimiento y muchos ofrecimientos pasaron entre don Quijote y don Fernando; pero a todo puso silencio un pasajero que en aquella sazón entró en la venta, el cual en su traje mostraba ser cristiano recién venido de tierra de moros, porque venia vestido con una casaca de paño azul, corta de faldas, con medias mangas y sin cuello; los ca
lzones eran asimismo de lienzo azul, con bonete de la misma color; traía unos borceguíes datilados y un alfanje morisco, puesto en un tahelí que le atravesaba el pecho. Entró luego tras él, encima de un jumento, una mujer a la morisca vestida, cubierto el rostro, con una toca en la cabeza; traía un bonetillo de brocado, y vestida una almalafa, que desde los hombros a los pies la cubría.
Era el hombre de robusto y agraciado talle, de edad de poco más de cuarenta años, algo moreno de rostro, largo de
bigotes y la barba muy bien puesta; en resolución, él mostraba en su apostura que si estuviera bien vestido, le juzgaran por persona de calidad y bien nacida. Pidió, en entrando, un aposento, y como le dijeron que en la venta no le había, mostró recebir pesadumbre; y llegándose a la que en el traje parecía mora, la apeó en sus brazos. Luscinda, Dorotea, la ventera, su hija y Maritornes, llevados del nuevo y para ellos nunca visto traje, rodearon a la mora, y Dorotea, que siempre fue agraciada, come
dida y discreta, pareciéndole que así ella como el que la traía se congojaban por la falta del aposento, le dijo:
-No os dé mucha pena, señora mía, la incomodidad de regalo que aquí falta, pues es proprio de ventas no hallarse en ellas; pero, con todo esto, si gustáredes de posar con nosotras -señalando a Luscinda-, quizá en el discurso deste camino habréis hallado otros no tan buenos acogimientos.
No respondió nada a esto la embozada, no hizo otra cosa que levantarse de donde sentado se había,
y puestas entrambas manos cruzadas sobre el pecho, inclinada la cabeza, dobló el cuerno en señal de que lo agradecía. Por su silencio imaginaron que, sin duda alguna, debía de ser mora y que no sabia hablar cristiano. Llegó, en esto, el cautivo, que entendiendo en otra cosa hasta entonces había estado, y viendo que todas tenían cercada a la que con él venia, y que ella a cuanto le decían callaba, dijo:
-Señoras mías, esta doncella apenas entiende mi lengua, ni sabe hablar otra ninguna sino confo
rme a su tierra, y por esto no debe de haber respondido, ni responde, a lo que se le ha preguntado.
-No se le pregunta otra cosa ninguna -respondió Luscinda- sino ofrecelle por esta noche nuestra compañía y parte del lugar donde nos acomodáremos, donde se le hará el regalo que la comodidad ofreciere, con la voluntad que obliga a servir a todos los extranjeros que dello tuvieren necesidad, especialmente siendo mujer a quien se sirve.
-Por ella y por mi -respondió el cautivo- os beso, señora mía, las
manos, y estimo mucho y en lo que es razón la merced ofrecida, que en tal ocasión, y de tales personas como vuestro parecer muestra, bien se echa de ver que ha de ser muy grande.
-Decidme, señor -dijo Dorotea-: ¿esta señora es cristiana, o mora? Porque el traje y el silencio nos hace pensar que es lo que no querríamos que fuese.
-Mora es en el traje y en el cuerno; pero en el alma es muy grande cristiana, porque tiene grandísimos deseos de serlo.
-Luego ¿no es baptizada? -replicó Luscinda.
-No ha hab
ido lugar para ello -respondió el cautivo- después que salió de Argel, su patria y tierra, y hasta agora no se ha visto en peligro de muerte tan cercana, que obligase a baptizalla sin que supiese primero todas las ceremonias que nuestra Madre la Santa Iglesia manda; pero Dios será servido que presto se bautice, con la decencia que la calidad de su persona merece, que es más de lo que muestra su hábito y el mío.
Con estas razones puso gana en todos los que escuchándole estaban de saber quién fuese l
a mora y el cautivo; pero nadie se lo quiso preguntar por entonces, por ver que aquella sazón era más para procurarles descanso que para preguntarles sus vidas. Dorotea la tomó por la mano, y la llevó a sentar junto a sí, y le rogó que se quitase el embozo. Ella miró al cautivo, como si le preguntara le dijese lo que decían y lo que ella haría. El, en lengua arábiga, le dijo que le pedían se quitase el embozo, y que lo hiciese; y así, se lo quitó, y descubrió un rostro tan hermoso, que Dorotea
la tuvo por más hermosa que a Luscinda, y Luscinda por más hermosa que a Dorotea, y todos los circunstantes conocieron que si alguno se podría igualar al de las dos, era el de la mora, y aun hubo algunos que le aventajaron en alguna cosa. Y como la hermosura tenga prerrogativa y gracia de reconciliar los ánimos y atraer las voluntades, luego se rindieron todos al deseo de servir y acariciar a la hermosa mora.
Preguntó don Fernando al cautivo cómo se llamaba la mora, el cual respondió que Lela Zoraid
a; y así como esto oyó ella, entendió lo que le habían preguntado al cristiano, y dijo con mucha priesa, llena de congoja y donaire:
-¡No, no Zoraida; María, María! -dando a entender que se llamaba María y no Zoraida.
Estas palabras y el grande afecto con que la mora las dijo hicieron derramar más de una lágrima a algunos de los que la escucharon, especialmente a las mujeres, que de su naturaleza son tiernas y compasivas. Abrazóla Luscinda con mucho amor, diciéndole:
-Si, si, Maria, Maria.
A lo c
ual respondió la mora:
- Sí, si, María; Zoraida macange, que quiere decir no.
Ya en esto llegaba la noche, y por orden de los que venían con don Fernando había el ventero puesto diligencia y cuidado en aderezarles de cenar lo mejor que a él le fuese posible. Llegada, pues, la hora, sentáronse todos a una larga mesa como de
tinelo, porque no la había redonda ni cuadrada en la venta, y dieron la cabecera y principal asiento, puesto que él lo rehusaba, a don Quijote, el cual quiso que estuviese a su l