text
stringlengths 0
512
|
---|
-No me mates, señor, que yo te diré cosas de más importancia de las que puedes imaginar.
|
-Dilas luego -dijo Anselmo-; si no, muerta eres.
|
-Por ahora será imposible -dijo Leonela-, según estoy de turbada; déjame hasta mañana, que entonces sabrás de milo que te ha de admirar; y está seguro que el que saltó por esta ventana es un mancebo
|
de esta ciudad, que me ha dado la mano de ser mi esposo.
|
Sosegose con esto Anselmo y quiso aguardar el término que se le pedía, porque no pensaba oír cosa que contra Camila fuese, por estar de su bondad tan satisfecho y seguro; y así, se salió del aposento y dejo encerrada en el a Leonela, diciéndole que de allí no saldría hasta que le dijese lo que tenía que decirle.
|
Fue luego a ver a Camila y a decirle, como le dijo, todo aquello que con su doncella le había pasado, y la palabra que le había da
|
do de decirle grandes cosas y de importancia. Si se turbó Camila o no, no hay para qué decirlo; porque fue tanto el temor que cobró creyendo verdaderamente, y era de creer, que Leonela había de decir a Anselmo todo lo que sabía de su poca fe, que no tuvo ánimo para esperar si su sospecha salía falsa o no, y aquella mesma noche, cuando le pareció que Anselmo dormía, juntó las mejores joyas que tenía, y algunos dineros, y, sin ser de nadie sentida, salió de casa y se fue a la de Lotario, a quien c
|
ontó lo que pasaba y le pidió que la pusiese en cobro, o que se ausentasen los dos donde de Anselmo pudiesen estar seguros. La confusión en que Camila puso a Lotario fue tal que no le sabia responder palabra, ni menos sabia resolverse en lo que haría. En fin, acordó de llevar a Camila a un monesterio, en quien era priora una su hermana. Consintió Camila en ello, y con la presteza que el caso pedía la llevó Lotario y la dejó en el monesterio, y él ansimesmo se ausentó luego de la ciudad, sin dar p
|
arte a nadie de su ausencia.
|
Cuando amaneció, sin echar de ver Anselmo que Camila faltaba de su lado, con el deseo que tenía de saber lo que Leonela quería decirle, se levantó y fue adonde la había dejado encerrada. Abrió y entró en el aposento, pero no halló en él a Leonela; sólo halló puestas unas sábanas añudadas a la ventana, indicio y señal que por allí se había descolgado e ido. Volvió luego muy triste a decírselo a Camila, y, no hallándola en la cama ni en toda la casa, quedó asom
|
brado. Preguntó a los criados de casa por ella; pero nadie le supo dar razón de lo que pedía.
|
Acertó acaso, andando a buscar a Camila, que vio sus cofres abiertos y que dellos faltaban las más de sus joyas, y con esto acabó de caer en la cuenta de su desgracia, y en que no era Leonela la causa de su desventura; y ansí como estaba, sin acabarse de vestir, triste y pensativo, fue a dar cuenta de su desdicha a su amigo Lotario. Mas cuando no le halló, y sus criados le dijeron que aquella noche había f
|
altado de casa, y había llevado consigo todos los dineros que tenía, pensó perder el juicio. Y para acabar de concluir con todo, volviéndose a su casa, no hallo en ella ninguno de cuantos criados ni criadas tenía, sino la casa desierta y sola.
|
No sabia que pensar, qué decir, ni qué hacer, y poco a poco se le iba volviendo el juicio. Contemplábase y mirábase en un instante sin mujer, sin amigo y sin criados, desamparado, a su parecer, del cielo que le cubría, y sobre todo sin honra, porque en la fa
|
lta de Camila vio su perdición.
|
Resolvióse, en fin, a cabo de una gran pieza, de irse a la aldea de su amigo, donde había estado cuando dio lugar a que se maquinase toda aquella desventura. Cerró las puedas de su casa, subió a caballo, y con desmayado aliento se puso en camino; y apenas hubo andado la mitad, cuando, acosado de sus pensamientos, le fue forzoso apearse y arrendar su caballo a un árbol, a cuyo tronco se dejó caer, dando tiernos y dolorosos suspiros, y allí se estuvo hasta casi que anoc
|
hecía; y a aquella hora vio que venía un hombre a caballo de la ciudad, y, después de haberle saludado, le preguntó qué nuevas había en Florencia. El ciudadano respondió:
|
-Las más extrañas que muchos días ha se han oído en ella; porque se dice públicamente que Lotario, aquel grande amigo de Anselmo el rico, que vivía a San Juan, se llevó esta noche a Camila, mujer de Anselmo, el cual tampoco parece. Todo esto ha dicho una criada de Camila, que anoche la halló el gobernador descolgándose con
|
una sábana por las ventanas de la casa de Anselmo. En efeto, no sé puntualmente cómo pasó el negocio; sólo sé que toda la ciudad está admirada deste suceso, porque no se podía esperar tal hecho de la mucha y familiar amistad de los dos, que dicen que era tanta, que los llamaban los dos amigos.
|
-¿Sábese, por ventura -dijo Anselmo-, el camino que llevan Lotario y Camila?
|
-Ni por pienso -dijo el ciudadano-, puesto que el gobernador ha usado de mucha diligencia en buscarlos.
|
-A Dios vais, señor -dijo
|
Anselmo.
|
-Con él quedéis -respondió el ciudadano, y fuese.
|
Con tan desdichadas nuevas casi llegó a términos Anselmo, no sólo de perder el juicio, sino de acabar la vida. Levantóse como pudo, y llegó a casa de su amigo, que aún no sabia su desgracia; mas como le vio llegar amarillo, consumido y seco, entendió que de algún grave mal venia fatigado. Pidió luego Anselmo que le acostasen, y que le diesen aderezo de escribir. Hízose así, y dejáronle acostado y solo, porque él así lo quiso, y aun
|
que le cerrasen la pueda. Viéndose, pues, solo, comenzó a cargar tanto la imaginación de su desventura, que claramente conoció que se le iba acabando la vida; y así, ordenó de dejar noticia de la causa de su extraña muerte; y comenzando a escribir, antes que acabase de poner todo lo que queda, le faltó el aliento y dejó la vida en las manos del dolor que le causó su curiosidad impertinente.
|
Viendo el señor de la casa que era ya tarde y que Anselmo no llamaba, acordó de entrar a saber si pasaba a
|
delante su indisposición, y hallóle tendido boca abajo, la mitad del cuerno en la cama y la otra mitad sobre el bufete, sobre el cual estaba, con el papel escrito y abierto, y él tenía aún la pluma en la mano. Llegóse el huésped a él, habiéndole llamado primero; y, trabándole por la mano, viendo que no le respondía, y hallándole frío, vio que estaba muerto. Admiróse y congojóse en gran manera, y llamó a la gente de casa para que viesen la desgracia a Anselmo sucedida, y, finalmente, leyó el
|
papel, que conoció que de su mesma mano estaba escrito, el cual contenía estas razones:
|
Un necio e impertinente deseo me quitó la vida. Si las nuevas de mi muerte llegaren a los oídos de Camila, sepa que yo la perdono, porque no estaba ella obligada a hacer milagros, ni yo tenía necesidad de querer que ella los hiciese; y pues yo fui el fabricador de mi deshonra, no hay para qué...
|
Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se echó de ver que en aquel punto, sin poder acabar la razón, se le acabó la
|
vida. Otro día dio aviso su amigo a los parientes de Anselmo de su muerte, los cuales ya sabían su desgracia, y el monesterio donde Camila estaba, casi en el término de acompañar a su esposo en aquel forzoso viaje, no por las nuevas del muerto esposo, mas por las que supo del ausente amigo. Dícese que, aunque se vio viuda, no quiso salir del monesterio, ni, menos, hacer profesión de monja, hasta que, no de allí a muchos días, le vinieron nuevas que Lotario había muerto en una batalla que en aquel
|
tiempo dio monsiur de Lautrec al Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba en el reino de Nápoles, donde había ido a parar el tarde arrepentido amigo; lo cual sabido por Camila, hizo profesión, y acabó en breves días la vida, a las rigurosas manos de tristezas y melancolías. Este fue el fin que tuvieron todos, nacido de un tan desatinado principio.
|
-Bien -dijo el cura- me parece esta novela; pero no me puedo persuadir que esto sea verdad; y si es fingido, fingió mal el autor, porque no se puede im
|
aginar que haya marido tan necio, que quiera hacer tan costosa experiencia como Anselmo. Si este caso se pusiera entre un galán y una dama, pudiérase llevar; pero entre marido y mujer, algo tiene del imposible; y en lo que toca al modo de contarlo, no me descontenta.
|
Capítulo 36: Que trata de otros raros sucesos que en la venta sucedieron
|
Estando en esto, el ventero, que estaba a la puerta de la venta, dijo:
|
-Esta que viene es una hermosa tropa de huéspedes; si ellos paran aquí, gaudeamus tenemos.
|
-¿Qu
|
é geste es? -dijo Cardenio.
|
-Cuatro hombres -respondió el ventero- vienen a caballo, a la jineta, con lanzas y adargas, y todos con antifaces negros; y junto con ellos viene una mujer vestida de blanco, en un sillón, ansimesmo cubierto el rostro, y otros dos mozos de a pie.
|
-¿Vienen muy cerca? -preguntó el cura.
|
Tan cerca -respondió el ventero-, que ya llegan.
|
Oyendo esto Dorotea, se cubrió el rostro, y Cardenio se entró en el aposento de don Quijote; y casi no habían tenido lugar para esto, cuando
|
entraron en la venta todos los que el ventero había dicho; y apeándose los cuatro de a caballo, que de muy gentil talle y disposición eran, fueron a apear a la mujer que en el sillón venia; y, tomándola uno dellos en sus brazos, la sentó en una silla que estaba a la entrada del aposento donde Cardenio se había escondido. En todo este tiempo, ni ella ni ellos se habían quitado los antifaces, ni hablado palabra alguna; sólo que al sentarse la mujer en la silla, dio un profundo suspiro, y dejó caer l
|
os brazos, como persona enferma y desmayada. Los mozos de a pie llevaron los caballos a la caballeriza.
|
Viendo esto el cura, deseoso de saber qué gente era aquella que con tal traje y tal silencio estaba, se fue donde estaban los mozos, y a uno de ellos le preguntó lo que ya deseaba; el cual le respondió:
|
-Pardiez, señor, yo no sabré deciros qué gente sea ésta; sólo sé que muestra ser muy principal, especialmente aquel que llego a tomar en sus brazos a aquella señora que habéis visto; y esto díg
|
olo porque todos los demás le tienen respeto, y no se hace otra cosa mas de la que él ordena y manda.
|
-Y la señora ¿quién es? -preguntó el cura.
|
-Tampoco sabré decir eso -respondió el mozo-; porque en todo el camino no la he visto el rostro; suspirar si la he oído muchas veces y dar unos gemidos, que parece que con cada uno dellos quiere dar el alma. Y no es de maravillar que no sepamos más de lo habemos dicho, porque mi compañero y yo no ha más de dos días que los acompañamos; porque, habiénd
|
olos encontrado en el camino, nos rogaron y
|
persuadieron que viniésemos con ellos hasta el Andalucía, ofreciéndose a pagárnoslo muy bien.
|
-Y ¿habéis oído nombrar a alguno dellos? -preguntó el cura.
|
-No, por cierto -respondió el mozo-, porque todos caminan con tanto silencio, que es maravilla; porque no se oye entre ellos otra cosa que los suspiros y sollozos de la pobre señora, que nos mueven a lástima; y sin duda tenemos creído que ella va forzada donde quiera que va; y, según se puede colegir
|
por su hábito, ella es monja, o va a serlo, que es lo más cierto, y quizá porque no le debe de nacer de voluntad el monjío, va triste, como parece.
|
-Todo podría ser -dijo el cura.
|
Y dejándolos, se volvió adonde estaba Dorotea; la cual, como había oído suspirar a la embozada, movida de natural compasión, se llegó a ella y le dijo:
|
-¿Qué mal sentís, señora mía? Mirad si es alguno de quien las mujeres suelen tener uso y experiencia de curarle; que de mi parte os ofrezco una buena voluntad de ser
|
viros.
|
A todo esto callaba la lastimada señora; y aunque Dorotea torno con mayores ofrecimientos, todavía se estaba en su silencio, hasta que llegó el caballero embozado que dijo el mozo que los demás obedecían, y dijo a Dorotea:
|
-No os canséis, señora, en ofrecer nada a esa mujer, porque tiene por costumbre de no agradecer cosa que por ella se hace, ni procuréis que os responda, si no queréis oír alguna mentira de su boca.
|
-Jamás la dije -dijo a esta sazón la que hasta allí había estado calla
|
ndo-; antes por ser tan verdadera y tan sin trazas mentirosas me veo ahora en tanta desventura; y desto vos mesmo quiero que seáis el testigo, pues mi pura verdad os hace a vos ser falso y mentiroso.
|
Oyó estas razones Cardenio bien clara y distintamente, como quien estaba tan junto de quien las decía, que sola la puerta del aposento de don Quijote estaba en medio; y así como las oyó, dando una gran voz dijo:
|
¡Válgame Dios! ¿Qué es esto que oigo? ¿Qué voz es esta que ha llegado a mis oídos?
|
Volvió
|
la cabeza a estos gritos aquella señora, toda sobresaltada, y no viendo quién los daba, se levantó en pie y fuese a entrar en el aposento; lo cual visto por el caballero, la detuvo, sin dejarla mover un paso. A ella, con la turbación y desasosiego, se le cayo el tafetán con que traía cubierto el rostro, y descubrió una hermosura incomparable y un rostro milagroso, aunque descolorido y asombrado, porque con los ojos andaba rodeando todos los lugares donde alcanzaba con la vista, con tanto ahínco, que
|
parecía persona fuera de juicio; cuyas señales, sin saber por que las hacia, pusieron gran lástima en Dorotea y en cuantos la miraban. Teníala el caballero fuertemente asida por las espaldas, y por estar tan ocupado en tenerla, no pudo acudir a alzarse el embozo, que se le caía, como, en efeto, se le cayó del todo; y alzando los ojos Dorotea, que abrazada con la señora estaba, vio que el que abrazada ansimesmo la tenía era su esposo don Fernando; y apenas le hubo conocido, cuando arrojando de lo í
|
ntimo de sus entrañas un luengo y
|
tristísimo ¡ay!, se dejó caer de espaldas desmayada; y a no hallarse allí junto el barbero, que la recogió en los brazos, ella diera consigo en el suelo.
|
Acudió luego el cura a quitarle el embozo, para echarle agua en el rostro, y así como la descubrió, la conoció don Fernando, que era el que estaba abrazado con la otra, y quedó como muerto en verla; pero no porque dejase, con todo esto, de tener a Luscinda, que era la que procuraba soltarse de sus brazos; la cual
|
había conocido en el suspiro a Cardenio, y él la había conocido a ella. Oyó asimesmo Cardenio el ¡ay! que dio Dorotea cuando se cayó desmayada, y, creyendo que era su Luscinda, salió del aposento despavorido, y lo primero que vio fue a don Fernando, que tenía abrazado a Luscinda. También don Fernando conoció luego a Cardenio; y todos tres, Luscinda, Cardenio y Dorotea, quedaron mudos y suspensos, casi sin saber lo que les había acontecido.
|
Callaban todos y mirábanse todos, Dorotea a don Fernando
|
, don Fernando a Cardenio, Cardenio a Luscinda, y Luscinda a Cardenio. Mas quien primero rompió el silencio fue Luscinda, hablando a don Fernando desta manera:
|
-Dejadme, señor don Fernando, por lo que debéis a ser quien sois, ya que por otro respeto no lo hagáis, dejadme llegar al muro de quien yo soy yedra, al arrimo de quién no me han podido apartar vuestras importunaciones, vuestras amenazas, vuestras promesas ni vuestras dádivas. Notad cómo el cielo, por desusados y a nosotros encubiertos caminos
|
me ha puesto a mi verdadero esposo delante; y bien sabéis por mil costosas experiencias que sola la muerte fuera bastante para borrarle de mi memoria. Sean, pues, parte tan claros desengaños para que volváis, ya que no podáis hacer otra cosa, el amor en rabia, la voluntad en despecho, y acabadme con él la vida, que como yo la rinda delante de mi buen esposo, la daré por bien empleada: quizá con mi muerte quedará satisfecho de la fe que le mantuve hasta el último trance de la vida.
|
Había en este e
|
ntretanto vuelto Dorotea en sí, y había estado escuchando todas las razones que Luscinda dijo, por las cuales vino en conocimiento de quién ella era; y viendo que don Fernando aún no la dejaba de los brazos, ni respondía a sus razones, esforzándose lo más que pudo, se levantó y se fue a hincar de rodillas a sus pies, y derramando mucha cantidad de hermosas y lastimeras lágrimas, así le comenzó a decir:
|
-Si ya no es, señor mío, que los rayos deste sol que en tus brazos eclipsado tienes te quitan
|
y ofuscan los de tus ojos, ya habrás echado de ver que la que a tus pies está arrodillada es la sin ventura, hasta que tú quieras, y la desdichada Dorotea. Yo soy aquella labradora humilde a quien tú, por tu bondad o por tu gusto, quisiste levantar a la alteza de poder llamarse tuya; soy la que, encerrada en los límites de la honestidad, vivió vida contenta hasta que, a las voces de tus importunidades, y, al parecer, justos y amorosos sentimientos, abrió las puertas de su recato y te entregó las ll
|
aves de su libertad, dádiva de ti tan mal agradecida, cual lo muestra bien claro haber sido forzoso hallarme en el lugar donde me hallas, y verte yo a ti de la manera que te veo. Pero, con todo esto, no querría que cayese en tu imaginación pensar que he venido aquí con pasos de mi deshonra, habiéndome traído sólo los del dolor y sentimiento de yerme de ti olvidada. Tú quisiste que yo fuese tuya, y quisístelo de manera que, aunque ahora quieras que no lo sea, no será posible que tú dejes de ser mi
|
́o. Mira, señor mío, que puede ser recompensa a la hermosura y nobleza por quien me dejas la incomparable voluntad que te tengo. Tú no puedes ser de la hermosa Luscinda, porque eres mío, ni ella puede ser tuya, porque es de Cardenio; y más fácil te será, si en ello miras, reducir tu voluntad a querer a quien te adora, que no encaminar la que te aborrece a que bien te quiera. Tú solicitaste mi descuido; tú rogaste a mi entereza; tú no ignoraste mi calidad; tú
|
sabes bien de la manera que me entregu
|
é a toda tu voluntad: no te queda lugar ni acogida de llamarte a engaño. Y si esto es así, como lo es, y tú eres tan cristiano como caballero, ¿por qué por tantos rodeos dilatas de hacerme venturosa en los fines, como me hiciste en los principios? Y si no me quieres por la que soy, que soy tu verdadera y legítima esposa, quiéreme, a lo menos, y admíteme por tu esclava; que como yo esté en tu poder, me tendré por dichosa y bien afortunada. No permitas, con dejarme y desampararme, que se hagan y jun
|
ten corrillos en mi deshonra; no des tan mala vejez a mis padres, pues no lo merecen los leales servicios que, como buenos vasallos, a los tuyos siempre han hecho. Y si te parece que has de aniquilar tu sangre por mezclarla con la mía, considera que pocas o ninguna nobleza hay en el mundo que no haya corrido por este camino, y que la que se toma de las mujeres no es la que hace al caso en las ilustres descendencias, cuanto más, que la verdadera nobleza consiste en la virtud, y si ésta a ti te falta negá
|
ndome lo que tan justamente me debes, yo quedaré con más ventajas de noble que las que tú tienes. En fin, señor, lo que últimamente te digo es que, quieras o no quieras, yo soy tu esposa: testigos son tus palabras, que no han ni deben ser mentirosas, si ya es que te precias de aquello por que me desprecias; testigo será la firma que hiciste, y testigo el cielo, a quien tú llamaste por testigo de lo que me prometías. Y cuando todo esto falte, tu misma conciencia no ha de faltar de dar voces callando
|
en mitad de tus alegrías, volviendo por esta verdad que te he dicho, y turbando tus mejores gustos y contentos.
|
Estas y otras razones dijo la lastimada Dorotea, con tanto sentimiento y lágrimas, que los mismos que acompañaban a don Fernando, y cuantos presentes estaban, la acompañaron en ellas. Escuchóla don Fernando sin replicalle palabra, hasta que ella dio fin a las suyas, y principio a tantos sollozos y suspiros, que bien había de ser corazón de bronce el que con muestras de tanto dolor no se ent
|
erneciera. Mirándola estaba Luscinda, no menos lastimada de su sentimiento que admirada de su mucha discreción y hermosura; y aunque quisiera llegarse a ella y decirle algunas palabras de consuelo, no la dejaban los brazos de don Femando, que apretada la tenían. El cual, lleno de confusión y espanto, al cabo de un buen espacio que atentamente estuvo mirando a Dorotea, abrió los brazos y, dejando libre a Luscinda, dijo:
|
-Venciste, hermosa Dorotea, venciste; porque no es posible tener ánimo para negar t
|
antas verdades juntas.
|
Con el desmayo que Luscinda había tenido, así como la dejó don Femando iba a caer en el suelo; más hallándose Cardenio allí junto, que a las espaldas de don Femando se había puesto porque no le conociese, pospuesto todo temor y aventurando a todo riesgo, acudió a sostener a Luscinda, y, cogiéndola entre sus brazos, le dijo:
|
-Si el piadoso cielo gusta y quiere que ya tengas algún descanso, leal, firme y hermosa señora mía, en ninguna parte creo yo que le tendrás más segur
|
o que en estos brazos que ahora te reciben, y otro tiempo te recibieron, cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte mía.
|
A estas razones puso Luscinda en Cardenio los ojos, y habiendo comenzado a conocerle, primero por la voz, y asegurándose que él era con la vista, casi fuera de sentido y sin tener cuenta a ningún honesto respeto, le echó los brazos al cuello y, juntando su rostro con el de Cardenio, le dijo:
|
-Vos sí, señor mío, sois el verdadero dueño desta vuestra captiva, aunque mas lo impida
|
la contraria suerte, y aunque más amenazas le hagan a esta vida que en la vuestra se sustenta.
|
Extraño espectáculo fue éste para don Femando y para todos los circunstantes, admirándose de tan no visto suceso. Parecióle a Dorotea que don Fernando había perdido la color del rostro, y que hacia ademán de querer vengarse de Cardenio, porque le vio encaminar la mano a ponella en la espada; y así como lo pensó, con no vista presteza se abrazó con él por las rodillas, besándoselas y teniéndole apret
|
ado, que no le dejaba mover, y, sin cesar un punto de sus lágrimas, le decía:
|
Subsets and Splits
No community queries yet
The top public SQL queries from the community will appear here once available.